Sangre y misterio en la fábrica de alfajores
Un baño de 2 x 1 junto al salón de producción de alfajores Trufles fue el lecho final del dueño de la firma, Alfredo Gómez (63). Allí fue encontrado la última tarde de septiembre de 2010. ¿Un robo violento o algo más?
Por Fernando del Rio
Alfredo Gómez (63) era un buen patrón. Cumplía con los sueldos cada mes, incluso solía mejorar la frecuencia de los pagos si alguien se lo pedía. Hacía de su fábrica de alfajores un lugar cómodo para trabajar y los empleados le respondían. No tenía deudas ni secretos operativos o estratégicos con los dos hombres y las cuatro mujeres que asistían a la planta de Luro al 4700 a darles forma a los alfajores Trufles.
En ese clima de respeto y compromiso transcurría el jueves 30 de septiembre de 2010. Aunque tenía un par de emprendimientos más junto a su pareja, Gómez había desarrollado un cariño especial por Trufles y pasaba todo el día allí. Cualquiera podría haber pensado que Gómez dejaría su vida en ese lugar, tal vez por el esfuerzo, por la intensidad de trabajo, por los anhelos de seguir adelante, pero jamás por el arrebato furtivo de un asesino.
Al mediodía Alfredo Gómez había puesto pausa a su trajín. Su pareja le había comentado que la nieta -a quien Gómez la miraba con ojos de abuelo pese a no serlo- pasaría a almorzar y él quiso compartir unos minutos al menos. Llegó a las 13.20 a la casa de la calle España donde celebró el encuentro y partió nuevamente hasta el trabajo. Se despidió a los besos. Debía coordinar un par de labores más antes de las 15, horario en el que cerraba la fábrica.
Su concubina María Cristina -por entonces de 55 años- lo saludó y continuó al cuidado de su nieta, luego hizo sus cosas y cerca de las 17.30 se alarmó cuando una empleada doméstica se comunicó para decirle que necesitaba ayuda con una persiana de la casa.
Cualquiera podría haber pensado que Gómez dejaría su vida en ese lugar, tal vez por el esfuerzo, por la intensidad de trabajo, por los anhelos de seguir adelante, pero jamás por el arrebato furtivo de un asesino.
-No, no Alfredo no llegó –le dijo la mujer ante la sugerencia de María Cristina de que le pidiera colaboración a su pareja.
-¿Cómo que no llegó todavía?
Alfredo Gómez también era metódico. Cerraba su fábrica todos los días y partía hacia su casa. Podía tardar media hora más, media hora menos, pero su primera parada era la casa. Recién después, si era necesario, iba hasta el café del centro donde también había un punto de venta de alfajores. Los Trufles estaban bien distribuidos y habían alcanzado la reputación de alfajor artesanal (de hecho, la siguen teniendo), Alfredo y María Cristina eran los responsables de una firma iniciada por otras familias en 1964. Para sostenerla, Alfredo creía en la rutina y el retorno a la casa era un punto clave. Por eso fue que a su mujer le extrañó cuando la empleada lo doméstica le dijo que no había regresado y entonces comenzó a llamarlo a su teléfono celular sin obtener respuesta.
A las 17.50, y luego de varios intentos infructuosos al teléfono de la fábrica, la concubina y socia de Gómez se comunicó con su yerno y le pidió que la acompañara porque estaba preocupada. No era normal tanto silencio. Cuando ambos llegaron a Luro 4780 divisaron el Volkswagen Bora de Gómez estacionado. Sin dudas estaba en la fábrica, cuya puerta de blindex había sido trabada de afuera con una madera. Entraron con sigilo, con el nebuloso temor que libera la intuición de algo malo, y se chocaron la oscuridad primero. Luego con lo que chocaron fue con las piernas de Gómez, que sobresalían del baño ubicado frente al salón de producción de alfajores. A diferencia del resto del cuerpo, en las piernas no había sangre.
Robo o algo más
UN MOMENTO ATRÁS EN EL TIEMPO. El investigador criminal se enfrenta a la desolación de un homicidio e intenta viajar en el tiempo, algo que, como se sabe, está restringido a la ficción literaria. Para compensar la falta de una máquina que se lo permita al mejor estilo del plateado DeLorean DMC-12, debe absorber información que llega desde la prueba física en la escena del crimen, la forense en la mesa de autopsia y los testimonios. De ese modo puede aproximarse su experiencia a un retorno hacia los momentos que rodean a un homicidio. Con el asesinato de Gómez se hizo lo que se pudo.
A las 15 el dueño de Trufles estaba en su oficina y uno a uno los empleados se habían ido marchando. Sólo quedaba el muchacho de la limpieza, quien más tarde se convertiría en uno de los primeros en hablar con la policía. El primer empujón al pasado inmediato.
Con 20 años el joven había sido el último en salir de la fábrica. “Alfredo se encontraba en su oficina a puertas abiertas hablando con un señor. Estaba en su silla y del otro lado del escritorio estaba este hombre. Vestía campera oscura y una gorrita visera”, le diría luego a la policía. Los vio charlar cuando salió a sacar la basura y después cuando se preparó para irse pasó y ya no vio a nadie.
-¡Chau Alfredo! –gritó al vacío.
-¡Hasta mañana, Fer! –le respondió su jefe y el joven, a puro oído, dedujo que estaba en el baño.
Del análisis que hicieron los peritos en el lugar del homicidio y del aporte de la concubina se pudo saber que el o los asesinos habían cometido un robo.
Otros empleados también describieron al hombre como alguien alto, robusto, con gorra y campera oscuras. Gómez acostumbraba a recibir visitas, como la contadora lo había hecho horas antes, pero a este hombre nadie lo tenía demasiado visto. Los investigadores estaban encabezados en ese momento por el fiscal Paulo Cubas y tomaron nota del que podría ser un actor importante en la trama, incluso el asesino.
Horas más tarde se determinó que el visitante misterioso vendía alfajores Trufles en Sierra de los Padres y que de asesino no tenía nada. Una reunión ya coordinada con Alfredo Gómez -lógicamente desconocida por los empleados- y su colocación de espaldas a la puerta habían configurado en la mente de aquellos una noción de sospecha en contra del hombre de gorra.
La contadora que había estado con Gómez y que efectuó varias operaciones bancarias vinculadas con la firma ese mismo día explicó que no existían deudas, que si había un enemigo o alguien lo suficientemente enojado no iba por ese camino.
Caja de seguridad de la fábrica de alfajores.
Del análisis que hicieron los peritos en el lugar del homicidio y del aporte de la concubina se pudo saber que el o los asesinos habían cometido un robo. A Gómez le faltaban un reloj plateado muy valioso -cerca de 800 euros-, su billetera, las llaves del Volkswagen Bora y un manojo de llaves de uso particular perteneciente a su casa. También se habían llevado una computadora portátil y dentro de su oficina permanecía abierta, sin forzar, una caja de seguridad ubicada dentro de un mueble metálico. Según cálculos sobre las ventas de la semana, allí había 40 mil pesos. Mejor dicho, ya no.
Violencia
UN GOLPE Y DIEZ PUÑALADAS. La muerte de Gómez se situó en la franja horaria de las 15 a las 18 y fue producida por un ensañamiento poco compatible con un robo. Si bien se conocen episodios en los que unos simples ladrones se hayan desbordado y cometido el más violento de los crímenes suele ser la saña un patrón más propio de los homicidas, aún de aquellos que no premeditan su crimen.
Gómez presentaba diez heridas de apuñalamiento: seis de ellas en la región abdominal, otras tres en el cuello y una en la espalda. Además se detectaron lesiones defensivas y un gran golpe en su frente efectuado por un elemento romo y pesado.
La posición en la que quedó el cuerpo sugirió que fue sorprendido dentro del baño o conducido hacia allí, aunque esta segunda opción resultó ser la menos probable porque alguna resistencia a ello debería haberse advertido. Por ejemplo, cierto tipo de desorden en su oficina o en el mismo sanitario. Para los peritos probablemente Gómez recibió el golpe en la frente y algo atontado sufrió la puñalada en la espalda. Ya caído, casi inconsciente, fue apuñalado reiteradas veces en la parte expuesta de su cuerpo: abdomen y cuello.
Los asaltos que derivan en un homicidio son muy pocos. Lo eran entonces y lo siguen siendo. De hecho, el homicidio en ocasión de robo es un fenómeno extremo en el campo estadístico. Analizados los pormenores que rodearon al crimen de Gómez puede entenderse que o se trató de un desborde emocional del ladrón o bien entró en juego algún otro elemento: no era un ladrón y el robo fue un aprovechamiento de las circunstancias ya desencadenadas. El robo tras el objetivo principal del asesinato o el asesinato con saña para cubrir al autor del robo.
Semanas después un empleado advirtió la falta de dos utensilios de la fábrica. Eran dos herramientas que usaban con asiduidad para la elaboración de alfajores aunque no eran las únicas en su tipo de modo tal que hubieran sido prontamente necesitadas. Eran un palo de amasar y un cuchillo de cocina de dimensiones normales al que se recurría para despejar sobrantes, limpiar masa adherida pero no para cortar. Los peritos no tuvieron la posibilidad de cotejar esos objetos convertidos en posibles armas con las lesiones, pero de haberlo hecho tal vez hubieran hallado correspondencia. En conclusión, el o los asesinos no portaban sus armas sino que se las agenciaron en el lugar, lo que agrega un tópico más –sin echar demasiado luz- a la conjetura criminal.
La indagación
SOSPECHAS. Los empleados de la estación de servicios de la esquina dijeron haber visto a Gómez horas antes con una mujer joven. Los encargados de una imprenta de la cuadra hablaron de un artesano que a la hora del crimen entró a pedir por unas tarjetas personales y que prometió volver más tarde, pero no volvió. El registro de llamadas reveló comunicaciones al teléfono de la víctima minutos después del crimen. Un familiar recordó un asalto sufrido por Gómez y su mujer poco antes.
Todos fueron foco de atención investigativa agotados antes de desarrollarse. Acaso el hecho del asalto tenía algo de contenido pero asomaba, también hay que decirlo, como un propósito criminal sofisticado, una venganza sin mucho sentido y solo traída a la pesquisa ante la falta de otras hipótesis.
Una noche, en los meses previos al homicidio, Gómez y María Cristina fueron asaltados en el interior de su casa de España al 3900 por dos hombres, uno de 25 años y otro de 31. Los dos delincuentes estaban armados con revólveres y decidieron maniatar a la pareja en una de las habitaciones mientras se apoderaban de todo de lo de valor que hallaban. Pero no contaron con un vecino comprometido que al percibir algo extraño llamó a la policía. Al cabo de unos minutos personal de la comisaría segunda llegó a la casa de Gómez y logró detener a ambos delincuentes.
La idea de que el homicidio pudiera tener su móvil en esa situación, como una probable venganza, no prosperó jamás.
La descripción de una camioneta Ford Bronco hecha por algunos testigos -dijeron ver a dos hombres en su interior cerca de la fábrica- impulsó una búsqueda que no dio resultado.
Y entonces solo quedó la alternativa de tratar como a un sospechoso al empleado de la limpieza, el último que vio con vida a Gómez, el mismo que colocó auditivamente a su patrón dentro del baño, el que se fue después de todos.
Con un perfil genético ajeno a la víctima obtenido en la escena del crimen se solicitó la extracción de muestras de sangre del joven de 20 años. La sangre cuestionada estaba sobre un buzo que se encontró junto al cadáver y que no pertenecía a Gómez. El análisis químico definió esa mancha hemática como del Grupo 0 sin distinguir factor RH. El joven tenía, según la planilla laboral, sangre del Grupo 0 RH positivo. Las huellas digitales no servían por la sencilla razón de que tanto él como sus compañeros pasaban varias horas en el lugar, pero sí el ADN. Ese rastro genético depositado en el buzo ajeno no podía ser de otra persona más que del asesino.
El estudio se hizo y el joven al que el patrón llamaba “Fer” acortando su apellido Ferzell salió indemne: no era él.
Dos años y siete meses después del crimen, en mayo de 2013, María Cristina y sus abogados presentaron una queja al ver que su pedido de recompensa no solo no había sido considerado por el Ministerio de Seguridad sino que había ocurrido algo que los indignaba: en solo un mes había salido la recompensa por el asesinato del abogado Tristán Ventimiglia. El enojo tenía justificación en que con Ventimiglia habían hecho valer las influencias, debido a que su primo era el secretario de Seguridad de General Pueyrredon. El reclamo tuvo eco, algo tardío, pero lo tuvo y el 23 de enero de 2015 fue publicada en el diario LA CAPITAL la oferta de 50 mil a 150 mil pesos por datos que llevaran al esclarecimiento del crimen.
Desde ese día se espera una delación, un arrepentimiento o, si alguien quiere creer en que algún ser divino intervendría ahora sí y no antes frente al puñal elevado del asesino, un milagro.
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