Dime cómo piensas y te diré quién eres
Por Alberto Farías Gramegna, desde Madrid.
“El cambio implica repensar nuestra identidad, porque si el pasado logra definir nuestro futuro, éste sólo será un triste recuerdo de más locura, estupidez y decadencia”. – Albert Relmu.
En su clásico texto “Identidad y cambio”, León y Rebeca Grinberg dicen que la expresión “Yo soy yo” -de uso corriente para referirse al sentimiento de identidad- traduce una experiencia de auto-conocimiento. Estos autores entienden que ese “sentimiento de identidad” está vinculado -más allá del Yo-, al “sí mismo” (self) o identidad del self: “El sentimiento de la identidad es el conocimiento de la persona de ser una entidad separada y distinta de las otras. Todo aquello que el individuo considera ‘suyo’ está incluido en los límites fluctuantes del self, corresponde al self con sus pertenen-cias”.
“La noción de identidad -continúan- es una de las más controvertidas, tanto en el terreno filosófico como psicoanalítico. (…) Algunos autores entienden por identidad la unidad del individuo en el tiempo, en la comparación consigo mismo, lo que se relaciona con su continuidad y mismidad, considerando el logro de la individuación-diferenciación como sus prerrequisitos. (…) La formación de la identidad es un proceso que surge de la asimilación mutua y exitosa de todas las identificaciones fragmentarias de la niñez que, a su vez, presuponen un contener exitoso de las ‘introyecciones’ tempranas (lo que se internaliza inconscientemente).
Mientras ese éxito depende de la relación satisfactoria con la madre y luego con la familia en su totalidad, la formación de la identidad más madura depende, -según el psicólogo Erikson-, del desarrollo del yo, que obtiene apoyo para sus funciones de los recursos de una comunidad más amplia. (…) Es a esa parte del trabajo del yo que llama ‘identidad del yo’, para diferenciarla de la ‘identidad ilusoria’, que no responde a un sentimiento de la realidad del ser en su realidad social…”-.
Esa “identidad ilusoria” deviene de una identificación con una imagen idealizada externa, en la que se apoya para reforzar un conflicto interno no resuelto. Esto es clave: ilusión y conflicto inconsciente no resuelto. Y es a esta ilusión que quiero referirme para relacionarla con la personalidad y la ideología.
¿Qué cosa es la personalidad?
La personalidad es la “interface” espontánea que tenemos los humanos para adaptarnos relacionalmente con el entorno social y abordar la comunicación con los otros. Contiene el estilo (expresivo, parco, introvertido, sociable, impulsivo, etc.) y la estructura de base (neurótica, psicopática, infantil, madura estable, ciclotímica, paranoica, depresiva, etc.). Hay en parte un puente, por donde una parte de la personalidad se cuela en la empatía con una modalidad aparentemente ideológica.
Por ejemplo, una personalidad inmadura con sesgos psicopáticos impulsivos puede buscar abrazar una ideología contestataria con postulados violentos y fundamentalistas, porque expresan bien sus características inherentes. En este caso el formato ideológico confirma y refuerza la personalidad del presunto ideólogo. Pero esta relación se basa en un autoengaño: la elección ideológica no es genuina (no importa aquí que tipo de ideología sea) sino forzada por la necesidad de encontrar una identidad en una entidad doctrinal fuera de sí mismo, es precisamente una “identidad ilusoria” y el discurso que de ella aflora es seudo-ideológico.
Pero ¿qué es la ideología?: sea política, social, cultural o mística-religiosa. Es, ante todo, un sistema continuo y estable de creencias, que forman una red coherente en lo interno y consecuente en su lógica. La ideología funciona “a priori”, es decir no es consecuencia de un análisis objetivo y objetivable por terceros, sino de una creencia omnipresente que interpreta cualquier hecho de la realidad con la lógica del código instituido, efecto de un proceso complejo en la historia psico-socio-cultural del “sujeto ideológico”.
Las huestes extremistas fundamentalistas, por ejemplo, viven “luchando” en sociedades que no están en guerra, con extravíos discursivos, donde el mundo es percibido sólo en términos de “lucha” entre contrarios antagónicos (lógica amigo-enemigo) y nunca de diálogos y consensos racionales.
Se sostienen a partir de un relato que los ubica contra todos y todo lo que no tenga la etiqueta de su camiseta identitaria. Estos grupos, en la mayoría de los casos, están integrados por personalidades disfuncionales, de costumbres marginales y refractarias a una socialización racional-crítica, que debe diferenciarse de una sobre-adaptación acrítica, propia de sujetos indolentes, apáticos, que se ubican en las antípodas del contestatario crónico.
Identidad, creencia y negacionismo
Aquí el asunto de la pregnancia de la identidad es clave: ¿Soy lo que creo que fui y me determina para el resto de mis días o lo que imagino que pueda llegar a ser en libertad abriendo mi cabeza a ideas diferentes? Sartre nos alentaba: “Podemos hacer algo diferente con lo que otros antes ya han hecho de nosotros”.
Sin embargo no pocos sujetos actúan bajo una consigna diferente: la del “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”. Las sociedades que -al igual que los histéricos que acudían al médico vienés- “padecen de reminiscencias” repiten los mismos síntomas para evitar entender las causas profundas de sus sufrimientos, sus fracasos, sus decadencias culturales, sus neurosis y desvaríos ideológicos. Prefieren la ilusión discursiva demagógica a la esperanza fáctica, la ficción balsámica a la verdad desarropada.
Así, el neurótico que busca ayuda, al igual que parte de una sociedad traumatizada, no quiere realmente cambiar sino encontrar la manera de convivir con la angustia del reproche. Como en la novela de Lampedusa, que algo cambie para que nada cambie. Aunque la ilusión, como la mentira, tenga patas cortas, sin embargo puede instalarse como un obstáculo siniestro que le impide “amar y trabajar”, porque si no se lo interroga y se lo desvela, el síntoma vuelve una y otra vez. Vale aquí el aserto de aquel conductor radial encarnado por José Sacristán en el maravilloso soliloquio de “Solos en la Madrugada”: “No podemos pasarnos los próximos cuarenta años sólo hablando de los últimos cuarenta años”.
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