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Interés general 14 de diciembre de 2017

Dime como hablas… (crítica de la razón discursiva)

Por Alberto Farías Gramegna. [email protected]

 

“Hablan con la seguridad que solo da la ignorancia”. JL Borges

“Res non verba” (Hechos no palabras). Marco Porcio Catón, el Viejo, senador romano, Siglo II AC

El diccionario dice que un “discurso” es “una facultad racional con que se infieren unas cosas de otras, sacándolas por consecuencia de sus principios o conociéndolas por indicios y señales”.

Para Adrian Gimate “históricamente el discurso está vinculado inicialmente con el estudio de la retórica clásica que comprendía tres clases de discursos: el deliberativo (político), el forense (judicial) y el demostrativo (encomiástico). De manera general y en la perspectiva aristotélica, el discurso -en tanto parte de la retórica- se relaciona a su vez con la dialéctica; en cambio para Isócrates y Cicerón el discurso es parte integral de la ciencia política” (en “Léxico de la Política”).

El discurso político

En particular el discurso político es un texto hablado o escrito con intencionalidad comunicativa que busca convencer o persuadir al público destinatario del mensaje acerca de un valor o conveniencia de una acción. En él lo central es la función apelativa del lenguaje.

Podríamos señalar dos tipos de discursos: el dialógico y el monológico. El primero intentará cotejar y confrontar ideas y fundamentos con otro discurso que lo habrá de sitiar en sus certezas, problematizando sus premisas en una dinámica dialogal (dia-logos: a través de la palabra compartida) que evita quedar atrapado en la lógica excluyente del dilema verdadero-falso, típico del seudo-diálogo, por ejemplo, donde los interlocutores no reflexionan sobre el argumento del otro, sino que refuerzan su propio argumento para responder con mayor asertividad, buscando desacreditar a la persona que sostiene un discurso diferente.
El discurso monológico, por su parte, se deriva de la creencia en la palabra única y completa, hablando para un auditorio de iguales entre ellos, complacientes que han sido previamente negados en su derecho a disentir, porque no hablan sino que son hablados. Se habla para el espejo donde la imagen es el mismo monologante multiplicado en el fundamento narcisista.

Entre los discursos y discursistas monológicos podemos identificar: las situaciones de reunión de acólitos (“meetings” políticos) donde el discursista enardece a los asistentes con arengas y frases proactivas ahuecadas. La “perorata” (del latín “perorare”: discursear), donde el discurso muda en inoportuno o “latoso” para el que escucha.

El “sermón”, caracterizado por una prédica moralista con tono en general admonitorio. Y la “filípica” (en alusión a los discursos argumentativos de Demóstenes contra rey Filipo), que es una categoría particular de discurso monológico violento y lleno de ofensas contra una persona.

Todos estos discursos suelen ser reiteraciones interminables de lugares comunes que se autojustifican una y otra vez. No se pretende demostrar la verdad, porque el que habla siempre lo hace “desde la verdad” que está más allá de cualquier cuestionamiento. Es por tanto una “verdad ideológica”, lo que resulta un oxímoron. Al no haber diálogo (y por lo tanto ausencia de dialéctica) el discurso monológico es autosuficiente y suele extenderse en el tiempo hasta la desesperación del que lo padece excéntrico a su lógica. Este tipo de discurso es propio de la cultura populista. Así los discursos de los demagogos y dictadores variopintos duran horas, para regocijo del que predica esa “verdad para todos” y fascinación alienante de la sumisa masa receptora.

De posverdades amañadas y relatos populistas

En el “Orden del discurso”, Foucault plantea que “en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad”. Refiere además que su propio texto es un “discurso” cuyo objeto de análisis es precisamente el discurso. Curiosamente “mutatis mutandis”, esta auto referencialidad parece observarse en los discursos monológicos que basan su legitimidad en una legalidad interna, en una creencia en la verosimilitud de sus afirmaciones. En épocas de la eufemísticamente llamada “posverdad” (que es una mentira cargada de emotividad), cuando un discurso habla de lo que se inventa, da lugar a lo que se ha dado en llamar “el relato”, una fantasía que reacomoda la realidad en dirección a una ilusión ideológica con intencionalidad manipuladora.

En la mayoría de los discursos políticos populistas, por ejemplo, escuchamos y leemos un decurso de ideas que lejos de referir a las complejas realidades del entorno sociocultural, hablan de principios ínsitos en los corpus ideológicos de quienes pretenden asimilar “lo real cotidiano” del mundo actual a la idealidad amañada de sus dogmas, que -como constatamos diariamente- suelen expresar creencias extraviadas en la noche de los tiempos. Así estos discursos monológicos son actos de fe, a la manera de las religiones, antes que reflexiones racionales constructivas, soliloquios autistas con fines de manipulación del otro: el “fan” que no escucha, sólo oye el ruido de la voz altisonante y jactanciosa y repite para asegurar ser parte de un todo mayor que le provee identidad gregaria. Se asumen como enjundia de autofascinación donde la realidad se confunde y deforma con la palabra misma, por eso son falaces más allá de la voluntad de sus exégetas. Palabras vacías llenando relatos congelados, muy lejos de aquella apelación enfática “a las cosas”, de don Ortega y Gasset. Dime como hablas… y te diré lo que ignoras.

http://afcrrhh.blogspot.es



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