Lo que esconden los huesos
El tuétano no tiene buena fama, pero puede tornarse en un plato exquisito. Hay grandes ejemplos como el ossobuco alla milanese o una receta de Ferran Adrià en el mítico elBulli.
por Caius Apicius
Hace tiempo que no lo oigo decir, pero hubo un tiempo en el que no era raro que alguien, para subrayar hasta qué punto estaba enamorado, dijera aquello de “estoy enamorado hasta los tuétanos”, es decir, hasta lo más profundo de su ser.
El tuétano es, en efecto, la médula de los huesos (ojo: no lo confundan con la médula espinal). Y aquí lo que nos interesa es que es un auténtico manjar. Es cierto que a los espíritus aprensivos les horroriza la idea de comer “eso”; no lo es menos que es un almacén de grasas animales. Pero es que… está muy bueno.
Cuando yo era niño, en el cocido que hacía mi abuela no faltaba nunca lo que llamábamos “huesos de caña”, repletos de tuétano.
Eran rodajas de hueso largo de res bovina, preferentemente joven. Cuando llegaba el cocido a la mesa, se extraía el tuétano de los huesos por el expeditivo sistema de golpearlos en el plato; ese tuétano se aplastaba con pan, o se extendía sobre él, y era uno de los mejores bocados del puchero.
Hoy, en los bistrós parisinos, renace con fuerza un plato magnífico: el entrecote (entrecote) con tuétano. Es algo así como un turnedó (tournedós) Rossini, solo que en lugar de ponerle encima una trancha de foie-gras y una lámina de trufa negra, se sirve con una hermosa rodaja de tuétano sobre la carne.
Probablemente el plato con tuétano más conocido sea el ossobuco alla milanese, literalmente “hueso con agujero”, consistente en morcillo (jarrete) de vacuno cortado en segmentos que incluyen el hueso, con su tuétano.
Los italianos, para extraerlo, usan un instrumento llamado esattore, similar al que se utiliza para comer determinados mariscos: un cubierto que por un extremo es una pequeña cucharita y por el otro un mínimo tenedor de dos púas.
Hay que saber tratar el tuétano para su consumo. Les contaré cómo lo hacía Ferran Adrià, que se inventó un plato en el que combinaba tuétano de res con caviar. El gran cocinero catalán lo extraía del hueso antes de proceder; para ello, obviamente, hay que romper el hueso.
Una vez extraído con cuidado el tuétano, y eliminadas impurezas superficiales que le darían mal aspecto una vez cocinado, se pone doce horas en agua a desangrar, cambiando esa agua varias veces. Luego se pone en una cacerola con agua fría, se lleva a ebullición dos minutos, a fuego muy flojo, y se deja enfriar en la misma agua. Lo mejor es usarlo seguidamente: no aguanta más de un día, ni siquiera protegido por papel film en la heladera.
Tengan ustedes en cuenta que el tuétano contiene hasta un 90 por ciento de grasa, y todos sabemos que las grasas frías no son precisamente apetitosas; por eso hay que tomarlo caliente, y por eso el tuétano era el primer bocado sobre el que me abalanzaba en los cocidos de mi infancia.
Solía aplastarlo con un trozo de pan, que se embebía en él. Una forma más civilizada es hacer tostadas de pan, simplemente seco más que tostado, y untar el tuétano sobre ellas.
El tuétano pasó muy malos tiempos en el último decenio del siglo pasado, a causa de la encefalopatía espongiforme bovina, conocida como el mal de las vacas locas.
Afortunadamente, las cosas han vuelto a su cauce y nada, salvo nuestros propios prejuicios ante lo que llamamos casquería, nos impide disfrutar de un manjar que el hombre ha sabido aprovechar desde tiempos remotos; no van a ser solo esos buitres que llamamos quebrantahuesos.
Ya saben lo que hacen, ya, esos pajarracos que hay que cuidar porque corren peligro de extinción. Por mi parte, cerraré subrayando que soy devoto de este manjar verdaderamente… hasta los tuétanos.
EFE.
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