“Cinco indiecitos estudiaron Derecho;
uno se hizo magistrado y quedaron cuatro…”
Se levantó, riguroso, a las 5.45. En los últimos días le costaba dejar la cama, en la que dormía solo. No tanto por el gusto de dormir, sino por la pesadez del vivir. Caminó hasta el baño, donde tenía los anteojos en el lavatorio, al lado de la espuma y la maquinita de afeitar. Hacía más de 50 años que la noche anterior dejaba preparado cada objeto que usaría en la mañana: era el orden que le gustaba, la previsibilidad de cada paso, la regularidad de lo que estaba previamente dispuesto.
Al lado de los anteojos, la espuma y la maquinita, estaba la radio. Una pequeña, para que no moleste entre los artículos de baño. La encendió, y luego de una pequeña descarga, empezó a escuchar las noticias. En su mayoría hablaban de él. Se miró en el espejo. Se le notaba el cansancio. Empezó a afeitarse: uno de los momentos en los cuales los hombres piensan.
Imaginó una gran bandeja de plata en la enorme mesa de reuniones de su despacho, igual a la que había leído hacía muchos años en una novela de Agatha Christie que, a fines de los años 30, se había inspirado en una canción popular para contar una historia de crímenes en una misteriosa isla. No se podía acordar el nombre de la novela, pero sí tenía muy vívida la imagen de la bandeja con los diez indiecitos. Mientras raspaba la mejilla con el filo y barría la espuma trató de recordar la canción, que era bastante conocida cuando él era chico:
“Diez indiecitos se fueron a cenar;
uno se asfixió y quedaron nueve.
Nueve indiecitos estuvieron despiertos hasta muy tarde;
uno se quedó dormido y entonces quedaron ocho…”
Misteriosamente, en la bandeja de plata de Agatha Christie, cada vez que asesinaban a uno de los invitados a la isla de Mr. Owen desaparecía uno de los indiecitos. No pudo evitar una media sonrisa, que era más que nada una mueca de tristeza: casi se corta la comisura del labio. Su bandeja estaba peor que la de la isla.
Pero, a diferencia de los indiecitos de la novela, aquí nada era de vida o muerte, pensó. Si no eran esos diez, serían otros diez, lo importante es el objetivo. Las personas son circunstancias. Levantó el mentón para que no quedara rastro de una barba que apenas había empezado a crecer desde la afeitada de ayer. Las personas no definen la estrategia, sino que la ejecutan, aunque algunos de los indiecitos le daban tristeza, o nostalgia por lo que no llegaron a ser. Mierda, la idea era otra. En fin.
Seis indiecitos jugaron con una colmena;
una abeja picó a uno de ellos y quedaron cinco.
La cara ya sin sombra, ni espuma. La piel algo irritada, pero suave. Le gustaba siempre estar bien afeitado. Tenía una loción con fragancia pino, que le hacía arder el cuello y las mejillas sensibles todavía. Un poco le gustaba ese dolor, sobre todo la sensación posterior de frescura, y prolijidad.
Una última mirada en el espejo. La canción y la novela se equivocaban en algo: en el final. Podían desaparecer todos los indiecitos de la bandeja, pero había uno que siempre quedaría en pie, él mismo. Así se lo había prometido a la Virgen de Luján. Apagó la radio, que ahora hablaba de alguna tontería del espectáculo, y se sacó los anteojos. Fue a vestirse para llevar nuevamente el día a cuestas.
Uno de los indiecitos que pronto desaparecerá lo saludó, amable:
-Buen día, señor Intendente.
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