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Cultura 25 de septiembre de 2017

Mi querida turista

por María Marta Ferro

Era una turista como tantas, de las que desafortunadamente se encuentran en diversas partes del mundo.
Viajaba porque quedaba bien y no por interés en conocer lugares nuevos y culturas diferentes.

Gordita, maciza, y de baja estatura, tenía una piel muy clara con algunas manchas en la cara donde las pecas eran las únicas bonitas. Algunos en el grupo, al referirse a ella lo hacían como “la retacona”.

Sus ojos de un azulino vacuo no denotaban demasiada inteligencia. Se iluminaban frente a algún chisme o desgracia de sus ocasionales compañeros de viaje.

Vestía de manera clásica, en tonos preferentemente beige, con algún cinturón ancho que acentuaba sus curvas de guitarra grandulona.

Tenía alrededor de cincuenta años, soltera. Su voz chillona, aguda, hacía que cualquier persona sensible ansiara los beneficios inigualables, en este caso, del silencio. Ameritaba una buena fonoaudióloga a la que no iría porque ella “no tenía ningún problema”. Ni hablar de un trabajo terapeútico, decía ser “medida” y no avara y su ansiedad e inestabilidad emocional las atribuía a la menopausia.

No demasiado interesada en cambiar su estado civil, vivía con un gato, al que no quería demasiado, que había quedado al cuidado de una vecina. “Animales más grandes no, comen demasiado y hay que gastar mucho”.

En la ocasión que intento relatar, nuestra amiga caminaba orgullosa y munida de una flamante cámara fotográfica digna del taller al que había concurrido y que ningún novato hubiera podido manejar.

Era una tarde demasiado calurosa y húmeda. Ella junto al grupo de turistas se hacía lugar a los empellones y clavando sus codos en el torax de algún desprevenido, para ubicarse lo más cerca posible de la guía.

Interrumpía, trataba de destacarse sin lograrlo incluyendo alguna acotación deslucida y se reía forzadamente no se sabe de qué.

Estaban “conociendo”, como parte del viaje y como “nota pintoresca”, eso sí, acompañados por dos policías, uno de los barrios suburbanos paupérrimos, entiéndase villa, favela… donde la falta de casi todo deja a la gente estancada, sin proyectos ni salida, salvo por actividades non santas.

La mayoría de sus habitantes estaban curtidos, descuidados y envejecidos. Eran de los que tienen hambre, tripas que muerden y heridas en el alma.

La guía estimulaba al grupo en el “estudio” de los “colores” de una casilla descascarada, chueca y desvencijada, cuando Marisa vio acercarse por la calle polvorienta, seca, a un mendigo que avanzaba arrastrando zapatillas bigotudas de las cuales emergían dos dedos gordos (flacos) con uñas largas y sucias.

De tan consumido, parecía un esqueleto recubierto de piel. Alguien podría recordar las figuras largas del Greco.
Alto, un poco encorvado, vestía harapos colgándole en color negro arratonado. Sus cabellos azabache con algo de blanco, largos y una barba tupida, enmarcaban un rostro de tez apergaminada y oscura por vivir a la intemperie.
Para nuestra “querida” señora, una verdadera “novedad”, un “ejemplar extraño”. ¡Fantastique!

Haciendo gala de “altruismo”, viendo al menesteroso pasar, sacó un sándwich que, a hurtadillas, había preparado y escondido en su cartera después del copioso desayuno.

Se lo dio.

Él, con dignidad y apenas inclinando la cabeza, agradeció.

Ya iba a guardar su sorpresivo tesoro en el bolsillo de su saco raido, cuando un niño con la pancita abultada y poquitos dientes en la boca, corriendo y a los gritos, se acercó.

Sus ojitos negros se iluminaron cuando ese brazo, largo y puro hueso, se extendió depositando en su pequeña mano el alimento.

Ante el primer mordisco, Marisa apurada y maravillada por su idea, le arrebató el sándwich y obligó al mayor a tomarlo, pidiendo repetir la escena.

El viejo, perplejo y sin tiempo para sentirse humillado, obedeció.

Ella con entusiasmo, disparó la cámara y con las mejillas encendidas, aplaudió. Sin sentir la menor vergüenza o pudor pensó que había sacado la foto mas “humana” de su vida.



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