para Facundo
“…mire m’hijo, meterse en política es tirarle la honra a los perros, créame; por eso usted para ser presidente tiene que estudiar la carrera militar…”; repetía la Lala en cuanta oportunidad me tuviese cerca. Mi viejo se ponía como una caldera y amenazaba a mi vieja con que un día que lo agarrase cruzado, iba a meter a su madre en un asilo para ver si se deja de decir imbecilidades…
Mi viejo pudo más que mi abuela. Años después de tanta lucha, tanta sangre, tanta esperanza, tanta mentira; después de puñados de alegrías y tormentas de tristezas llegó, por fin, la última campaña. En el más absoluto y literal de los sentidos.
El entrevistador un tipo preparado con lectura y experiencia. La idea, me dice, es que después de un café de presentación -en el bar imaginario de la estación-, nos subimos al tren y vamos parando en estaciones de tu vida, donde te voy preguntando por los distintos aspectos…sí, sí, perfecto, metele, dije.
Luego de algunas preguntas de manual y anécdotas universitarias, la charla deriva en lo difícil que se ha puesto el mundo del trabajo, porque más allá de las promesas –en general vanas- de campaña, la tecnología ha producido un desplazamiento bestial del hombre y es muy arduo imaginar cómo de revierte esta situación. Un llamado telefónico interrumpe el supuesto café en aquel hipotético bar de estación y, sin dejarnos subir al tren, un oyente acuerda, primero, con lo de la tecnología y desata una furiosa tempestad contra todo lo que roce a la política. “…hay que estudiar la carrera militar…”, le faltó decir, aunque sospecho con fundamento que lo pensaba. Cansado de escuchar esa catarsis plagada de lugares comunes y agresiones indiferenciadas, contra todo lo recomendado, me enfrasqué en ardua y sorda discusión con el vecino. Carente, debo confesarlo, de todo espíritu de caer bien o procurar su voto.
En medio de un clima espeso, ayuno de todo sentido y dirección, escucho la voz del periodista que dice: “…lamentablemente se ha terminado la hora sin que podamos subir a ninguna estación y desarrollar algunos temas que pretendía hablar contigo…” Esbozo una excusa pálida y, sin dejarme terminar, aclara: “…pero antes de que te vayas, tenés que contestar tres preguntas a quemarropa…” Asiento con la cabeza, todavía luchando con los demonios de la conversación con el oyente.
Uno de mis hijos me había acompañado a la emisora y sentado en un vértice del estudio, frente a mí, seguía con atención el desarrollo del programa y la discusión en la que me había enfrascado. Tenía su piloto doblado sobre uno de sus brazos y me miraba fijamente.
“A quién te gustaría darle un abrazo?”, disparó. La pregunta me perforó el pecho sin ninguna preparación previa. Sentí el ardor de la bala. Los sonidos se aguaron y la discusión pasada se fundió en un eco lejano de voces que decían cosas incomprensibles, aun cuando entre esas voces resonaba una que me recordaba lejanamente la mía.
A mi viejo, insinué con voz ahogada. Una lluvia intensa nubló mi horizonte.
Como aquel boxeador que siente que recibió un golpe que lo deja sin piernas, me tiré hacia atrás en la silla y busqué el reloj salvador en los ojos de mi hijo. Los tenía ardido por las lágrimas y trataba mal de disimular la emoción que le producía mi tristeza.
“…y a quién no abrazarías jamás…? repregunta tratando de romper un clima que también había alcanzado a sus ojos. A un genocida, impostando la voz de manera poco actoral.
“…¿y a quién le rompería la boca de un beso…? Entonces comprendí que el Diablo está en los detalles. Vive en los resquicios del alma. Cruel y afanosamente, insiste en encender esa luz que durante tanto tiempo me he empeñado en apagar porque su brillo me ciega. La belleza es una amante cruel. El recuerdo una tortura ruin.
Nos miramos fijamente detrás del velo porque los dos sabíamos la respuesta. Un silencio pesado, ominoso, nos envolvió. Buscaba una respuesta que no fuera la correcta. “…¡a Angelina Jolie!, grité tratando infructuosamente de parecer descontracturado y ocurrente…
A la salida de la radio, siento su brazo cálido que me cubre los hombros y, como al descuido, me pregunta afirmando: “…no pudiste nombrarla, no…?”; no, no pude. Nos abrazamos fuertemente y en un silencio tormentoso nos fuimos caminando por la 64.
El resultado de la elección no fue el esperado. Eufemismo poco representativo para ocultar un verdadero desastre.
Listo, ya está. No se pueden obviar los mensajes claros, diáfanos, por duros que fuesen. Debo, finalmente, olvidarme de la política.
Y debo, principalmente, acordarme de apagar esa luz. No se puede andar ciego por la vida.
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