Los movimientos de la señora de Kirchner no logran satisfacer los reclamos de autocrítica que formulan tantos analistas de los medios principales. Sin embargo, aunque ella no se golpee el pecho confesándolo, debería objetivamente considerárselos bajo esa lente. La Cristina candidata corrige el comportamiento de la Cristina presidente: prefiere el silencio a las catilinarias en cadena, modifica su elenco. Y esto, a pesar de que no reside allí el secreto de su actual fortaleza electoral, que consiste en haberse convertido en un instrumento político con el que el conurbano bonaerense se hace oír.
Los analistas de opinión pública coinciden en que su electorado más firme no reacciona ante esos cambios de estilo. Aseguran, asimismo, que esas novedades tampoco le acercan por ahora votos nuevos, aunque, eso sí, le hacen más difícil al oficialismo capitalizar a fondo su demonización en el electorado independiente.
Quizás victoria, pero no retorno
Por detrás de esos transformismos políticos se encuentra la oscura comprensión de que los resultados de la elección presidencial de 2015 – la derrota del Frente para la Victoria- marcaron un punto de inflexión. No hay retorno posible al kirchnerismo que el país conoció y soportó durante doce años. La señora actúa como si percibiera que, si las circunstancias habilitaran algún futuro político para ella, este no podrá basarse en la repetición, sino que deberá reinventarse.
Ante la astuta táctica elusiva de la señora de Kirchner, que asimila hasta el momento los mandobles judiciales y evita las batallas frontales en terreno adverso, el Gobierno opta ahora por polarizar con el régimen venezolano y describe al gobierno de Maduro como una suerte de kirchnerismo vicario: “Lo que pudo pasar en Argentina si Cambiemos no lo impedía”. Exageración dialéctica, argumento de campaña de un oficialismo que se siente incómodo.
Los pronósticos más serios anticipan que el Gobierno perderá en la provincia de Buenos Aires. El último domingo, a dos semanas del comicio, los diarios principales optaron por no publicar las encuestas que para estas ocasiones les producen prestigiosas consultorías demoscópicas. Los grandes empresarios congregados en AEA (la Asociación Empresaria Argentina) recibieron copia de -por lo menos- uno de esos estudios. El Gobierno comienza discretamente a asimilar el diagnóstico: María Eugenia Vidal acaba de reflejar el clima de pesimismo sobre el resultado en las PASO bonaerenses al señalar que, “trabajaremos para ganar en octubre”; la señora Carrió también patea la pelota hacia adelante: asegura que el oficialismo ganará “en octubre seguro”.
El Gobierno aspira a que la atención no se centre en la provincia de Buenos Aires, sino en los resultados nacionales, donde sus votos se sumarán bajo una sigla única y los de sus contrincantes estarán dispersos. Podrá darse el caso, así, de que el oficialismo pierda en la mayoría de las provincias (incluyendo también las más populosas) pero gane en el computo general del país. ¿Se interpretaría eso como una victoria?
Escenario modificado
Una situación en la que la señora de Kirchner recupere protagonismo político apuntalada en el voto del conurbano supone una fuerte modificación del escenario político. Consolarse con el argumento de que ella es un fenómeno “encapsulado” en ese espacio es no entender la sustancia del fenómeno. Importa comprender el significado de ese voto: la esperanza del conurbano bonaerense en dejar de ser una cápsula encerrada en la indiferencia, la espera de un programa de promoción, de integración.
Señalábamos en esta columna, ya en noviembre del año último los peligros de una estrategia confrontativa “que pretende polarizar con Drácula y quisiera mostrar los próximos períodos electorales en términos de nosotros o el diluvio. ¿Qué pasa si gana el diluvio?”. El Gobierno perdió así la oportunidad de gestar, en mejores condiciones, una política de acuerdos de largo plazo con aquellos que le facilitaron los instrumentos para gobernar y tomar decisiones en la primera etapa de su gestión, así como para definir prioridades y encarar soluciones expeditivas.
La nueva situación seguirá planteando la necesidad de avanzar en acuerdos, sólo que en un contexto más complejo.
La elección de 2015 marcó un viraje que señaló el final del kirchnerismo como partido del gobierno y liberó al peronismo del yugo centralista que aquel le imponía. De ese paso no hay retorno. Pero la elección de 2017 volverá a demarcar el territorio.
Si hasta ahora el Gobierno ha optado por el “gradualismo” en lugar de por el shock que le vienen recomendando sus alas más radicalizadas (ansiosas por confirmarlo después de octubre) el paisaje político que parece insinuarse seguramente reforzará aquella línea.
Gradualismo, acuerdos, gobernabilidad
Ahora bien, gradualismo no significa inmovilismo. Por el contrario, la lógica de encarar reformas para la productividad merece avanzar con rapidez. Pero el Gobierno no podrá hacerlo en soledad: deberá encontrarse con el peronismo legislativo, con el massismo al que hoy vitupera, con los gobernadores que se reunieron el último jueves para renovar su liga y que ya le adelantaron, en la voz del cordobés Juan Schiaretti, la decisión de “garantizar a rajatabla la gobernabilidad en el país” que “tiene que ser de ida y vuelta”, es decir que también se garantice “la gobernabilidad en las provincias”. Los gobernadores no tienen problemas en que la Provincia de Buenos Aires recupere fondos perdidos. Lo que no quieren es que esos fondos salgan de sus provincias: “Que se ajuste el Estado central”. Un buen tema para discutir consensos.
El Gobierno también deberá fortalecer sus acuerdos con el sindicalismo. La Casa Rosada busca impulsar -y tiene buenos motivos para hacerlo- una reforma fiscal y una reforma laboral. Los sectores ultra que forman parte de la familia oficialista sueñan con un programa estricto de ajuste y en imponer cambios como los que por estos tiempos se plantean el Brasil de Michel Temer. Si escuchara esos consejos, el Gobierno no sólo frustraría los cambios necesarios y posibles, sino que se dispararía en los pies. Hasta ahora la Casa Rosada ha optado por el “gradualismo” y el paisaje político que parece insinuarse seguramente reforzará esa línea. Una reforma laboral para mejorar la competitividad, si se quiere que funcione en la realidad, necesita sostenerse en consensos con el sector del trabajo, como ha ocurrido con los petroleros y los trabajadores rurales.
Una derrota oficialista en la provincia de Buenos Aires no sería el fin del mundo. Sólo exigirá lucidez para asimilarla y cambiar.
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