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Cultura 29 de marzo de 2016

Cuentos de casas

Gabriela Urrutibehety

www.gabrielaurruti.blogspot.com.ar

El lector que escribe un diario visita las “Siete casas vacías” de Samantha Schweblin y se mete en el mundo inquietantemente normal (o normalmente inquietante) de una cuentista que admira. Género extraño el cuento en estos tiempos de sagas y series de varias temporadas. Género poco comercial y pasado de moda, según dicen algunos editores. Suerte que este libro puede rebatir cualquiera de esas estupideces, piensa el lector que escribe un diario.
Son siete cuentos que –tal vez con la excepción de “Un hombre sin suerte”- transcurren en casas y son las casas parte importante de la narración. El lector que escribe un diario se rectifica porque, en realidad, son cuentos de relaciones: hijos y padres o madres, matrimonios, hermanos y, como son casas, también vecinos. Pero no a la manera típica de los relatos del realismo norteamericano, porque si bien en esas relaciones hay disfuncionalidades –palabra difícil que el lector que escribe un diario entiende que engloba la soledad, la angustia, la desesperanza-, el eje de la narración pasa siempre por un elemento que, sin llegar a lo fantástico puro y acariciando de lejos el efecto a lo Poe, quiebra el mundo ordenado de esas casas y esas relaciones. Así, el primer cuento, “Nada de todo eso”, empieza mostrando a una hija que sigue con creciente alarma la locura de su madre por visitar casas ajenas, hacia el final registra una respuesta inesperada que desconfigura al personaje en el sentido en que el lector venía armándoselo en su mente y remite hacia otras motivaciones de la acción y otro sentido en el actuar.
Bordear la locura es también otra constante de varios de los cuentos. Pero no es una locura atroz y torturada, sino algo más parecido a lo que cualquier vecino –son tan importantes los vecinos en estos cuentos, piensa el lector que escribe un diario- podría calificar de manía más o menos molesta del habitante de la casa de al lado. Pequeñas desviaciones de la conducta civilizada que muestran pequeños hombres y mujeres en pequeños mundos urbanos que, como la tierra que se barre bajo la alfombra, permiten atisbar una urbanidad descolocada que actúa como negativo de una sociedad que construye sus relaciones tapando lo molesto, esto es, lo importante. Los abuelos que corren desnudos por el jardín en “Mis padres y mis hijos” son una muestra de esto.
El libro es también un libro de miradas, un libro sobre el mundo visto desde los ojos de. Como un espejo de aumento en el que uno puede verse los poros de la piel pero que, simultáneamente, revela lo importante pasando por detrás, en el fuera de foco. “Un hombre sin suerte” comienza diciendo que “el día que cumplí ocho años, mi hermana –que no soportaba que dejaran de mirarla un solo segundo- se tomó de un saque una taza entera de lavandina”. Y a partir de allí la historia del accidente familiar, con ingreso ululante a la guardia del hospital incluido, deriva en otra que termina pareciéndose a una historia de amor contraria a lo políticamente correcto.
El lector que escribe un diario subraya intensamente “La respiración cavernosa”, un cuento que está fijado en la percepción del mundo de Lola, una mujer vieja que está perdiendo la memoria. Mientras embala y rotula los objetos de su casa, actúa siguiendo una lista que, entre varios ítems propuestos, prescribe “concentrarse en la muerte”, aunque se le aparezca claramente el temor a que “la muerte requiriera un esfuerzo para el que ella no estuviera preparada”.
En este relato, las relaciones de casas y habitantes, de padres e hijos y las de vecindad se anudan de manera profunda, al punto tal, piensa el lector que escribe un diario, de funcionar como una especie de compendio de las propuestas del libro. Es el cuento más largo de todos y, para el lector, el mejor. La narración sigue el ritmo de la cabeza de Lola, las percepciones de Lola, el modo de entender las cosas de Lola, los miedos de Lola, cada vez más encerrada en su casa y en su mente esquiva de la que va, paulatinamente, evaporándose el recuerdo.
Y, peor aún, la posibilidad de morirse.



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