Todos amontonados y sobrándonos a la vez, caminando para ocupar el tiempo, pero también para ocupar posiciones. Cuando somos muchos no se sabe quién va primero. Los ventajeros miran si hay una vieja. Hay una de medio metro y la dejan subir, quedan bien con ella porque le sostienen el bastón.
El chofer no se apura porque es una vieja. Si no ¡andate a la…! pero la vieja se lo agradece a –pongámosle– Uriel. No así a Rubén, que ocupa el asiento especial y mira por la ventana para no exponer su falta de empatía. La vieja camina como puede hasta el fondo. Se sienta antes de llegar y alguien le ve la cara. Es extraño, uno tiende a esquivar ese asunto con alguien que puede caer muerta en la próxima curva. Después pasa Uriel y no paga el boleto. El chofer (que tiene cara de Pedro) se da cuenta y lo perdona por lo de la vieja.
Antes te colabas, hoy todo es electrónico. Mi turno. Subí al colectivo y empezó esa tonta tormenta de tener que decidir dónde sentarme. Uriel es medio pelo, ventajero; Rubén me puede robar la billetera si me siento al lado. Los que están detrás de él casi tienen la misma intención. Todos miran cuando entrás. Una te mira ahí abajo, otro te sobra, otro sabe que se baja con vos y te hizo la mochila. Otros tantos te ignoran porque ahora quedás como parte del decorado.
Si no rompiste con algo llamativo apenas te regalan un parpadeo. Luego, mirar por la ventana es lo más excitante del viaje. Pero no tengo ventana. Estoy por pagar el boleto y aún no resolví donde pasar el resto del viaje. Nadie me atrae en potencia. El ángulo de la luz es importante, pero si no sabés el recorrido no sirve de nada. Varias cuadras por Díaz Vélez, luego Gallo ¿y ahora qué? La altura de los edificios no importa en este tramo, pero las ventanas están ocupadas. Ya pasé tres filas de asientos.
Queda la resaca de los mirones. Nadie te ofrece el asiento. Te tiene que faltar una pierna o algo así. Amable por amable muere, el caso tiene que ser excepcional. Pero soy igual a cualquiera: pelo corto, pantalón liso, auriculares y mochila. Nada especial. Setenta y cuatro años y nadie te da el asiento… Pensé tan odiosamente en eso que me olvidé dónde tenía que bajar.
(*): www.paramatarlapoesia.com
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