Flotan barriletes cósmicos en un cielo de copos.
Son las tres de la tarde y la clase parece estar dormida. ‘No queremos más símbolos vacíos – dice el profesor de literatura -, vayan y vean la realidad, pisen su suelo, háganse historia.’
El niño silencioso de piel blanca pasa mirando cada rinconcito de la casona, las escaleras, las barandas lustradas.
Se mete por cada ojo de cerraduras trabadas o selladas. En la sala de música los violines se guardan solos en los estuches negros forrados de paño rojo, algunos verdes. Visita el gimnasio para recordar que se prohibieron los juegos bruscos para ahorrar energía vital. Todos están flojos, todos: niños, ancianos, gente adulta. Hay paredones que impiden comunicarse con los vecinos. Los teléfonos están bloqueados porque alguien hizo fluir chicle por el cableado, y las señales satelitales no transmiten porque las señoras de las casas cocinan todo el día y toda la noche sin césar, y hay tanto vapor y humo que se formó una nube como de clara de huevo hecha espuma.
Podríamos recurrir a Internet pero todos los equipos de computación se sulfataron porque la lluvia es intensa, pesada, devastadora. Los teclados son como carretas del lejano oeste, se traban con cada dedo que intenta dar un paso. ‘Corramos por las calles anunciando que nos juntamos a escribir cartas’, dijeron las abuelas todopoderosas. Pero no tuvieron en cuenta que el papel se había usado para encender el fuego para las comidas. ‘Entonces usaremos las sábanas viejas y escribiremos con jugo de remolacha’, prosiguieron. ¡No! Las sábanas se convirtieron en pañales y nadie conoce ese extraño fruto morado.
El niño-ángel sobrevuela la ciudad. Tiene alas de caramelo y un sombrero de gomitas de fruta. La hélice propulsora son dos cubanitos de chocolate y de la popa cuelgan globos multicolores. Es la remembranza del mejor cumpleaños infantil. Su cuerpito estilizado navega muy cómodamente, repitiendo su hazaña cotidiana de ‘ver para creer’.
En cada calle alguien detiene su actividad. Sin luz no se puede hacer nada, sin electricidad no funcionan las máquinas. Sin lápices ni crayones ya no hay láminas de las civilizaciones precolombinas ni cuerpo humano con flechas indicadoras. Las rutas se detienen abarrotadas de vehículos sin combustible, sin agua, sin aire en los neumáticos. Los eternos corre-caminantes asisten a las familias hasta tanto vuelva la energía, pero luego de casi ciento cincuenta kilómetros todo es desolación y gente tirada sobre las calles y los campos.
El pequeño intruso mágico retoma su trayectoria aérea. Sube silbando y baja con piruetas. Busca la manera de transmitir el mensaje.
Los señores gordos de anteojos de sol pugnan por enviar un mensaje de texto, un whatsapp, transferir un correo, algo, algo. Los dedos gordos no entran ya en las teclas, el plasma de la pantalla se desparrama por sus palmas y parece que rejuvenecen.
Estos caballeros de panzas infladas de cerveza gritan, se insultan, se agotan, se sientan en la vereda, se rinden, se sacan las corbatas, se quedan descalzos, se arriesgan a percibir el piso húmedo y fresco en la dermis de cada planta de pie. Siguen buscando una explicación. Van al banco, no hay guardias de seguridad, cada uno puede retirar el dinero que necesita; si es más, tiene que pedirlo con un mes de anticipación a través de una cartita manuscrita con forma de corazón. Los comercios sólo aceptan dinero en efectivo o algún trueque por mercadería comestible. A más chocolate más trueque. No hay quejas.
La tarde es roja, la luna sale más calma y redonda. Los enamorados se re-enamoran; los quejosos se ablandan y las madres perdonan a las criaturas que les rompen los platos y los vasos día por medio. En las terrazas las cuerdas de la ropa han formado camas elásticas para saltar entre varios edificios, ponen almohadones, frazadas, tiran ropa vieja para amortiguar. Nadie se esfuerza por protegerse. Están seguros. El navegante humano se deja ver de a ratos. No quiere que lo conozcan.
Al caer la noche, son pocos los aventureros callejeros que salen a fumar. Charlan de la nueva vida que les obligan a seguir. Están contentos, no todos tienen que salir a trabajar.
Una luciérnaga encabeza el desfile seguida por varias vaquitas de San Antonio. Se posan orondas sobre los arcos de las ventanas. En lo alto de un techo en punta está él, el que todo lo ve. Su misión tiene segundos, ya todo está en suspenso. Comienza a bajar al barrio. Se pregunta para qué tanto arreglo del pelo y del traje si ahora nadie lo halagará. ‘Pues para dar una buena impresión siempre, hijo’, le susurra la madre. Y esa voz que permanece en eco eterno, lo anima a prodigarla.
Se detiene y observa el barrio privado, donde todos están perplejos en silencio bebiendo una botella de whisky importado que está vacía y seca. Allí decide comenzar por el señor mayor que mira sin ver. Le susurra: ‘Vamos Arturo, anímese, es hora de caminar’. Luego pasa al piso 1, donde las mujeres esperan la cura milagrosa para la gordura. Desciende y les canta: ‘vivan la vida, chicas, nada las puede detener.’ En la cocina, Zunilda prepara el carré de cerdo de todos los sábados a la noche, llora y se come las uñas, no tiene anchoas para la crema, la van a castigar. Y nuestro aspirante a héroe se posa en sus hombros para cantarle una polka paraguaya y dictarle la receta del famoso budín de pan. Con este postre tan típico como popular todo irá mejor.
Cada frase murmurada es una revolución. Los cansados habitantes saben que podrán recuperarse.
Nuestro chico astral sobrevuela las vidas desordenadas para hechizarlas con fluidos descontracturantes. Deja papelitos con trucos ocultos. Desparrama hojas de libros suculentos, gordos de palabras. Al curiosear el parque central, instala enormes orquestas y bandas musicales. Las familias bailan, se olvidan de los pesares.
Niño silencioso, niño-ángel,
pequeño intruso mágico,
aspirante a héroe,
navegante humano.
Chico astral.
Sigo tu mano hacia el confín de los días. Los corazones laten fuertes y se suben por la escalera confitada hacia vos.
Las cabezas desparraman células intelecto-emocionales abrillantadas.
Astro milenario.
Místico batallador de la alegría.
Has que tengamos aliento para perdurar en figuras estelares.
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