El doctor Carlos Perutti soñaba con aquella noche. Lo asaltaba la misma ambición que lo llevó a la Estación de Tren con un bolso repleto de dinero que no era suyo y un revólver. Lo acompañaba aún, distorsionadamente y a pesar del paso de los años: el arrojo, el sudor, la adrenalina y el temor. Pero no soñaba como sucedió que él escapa y se dormía plácidamente dejando su pasado porteño y se despertaba ante el cartel de Chascomús y seguía varios kilómetros más, para reconstruir su vida en un lejano pueblo.
Ahora Perutti soñaba, lejos de Buenos Aires, con el mismo tren, pero en diferentes circunstancias. En la fantasía onírica lo esperaba un hombre vestido de traje gris y sombrero que leía el diario. No era otro que Don Vitorino. Parado junto al jefe estaba Ferrari, su mano derecha, quien sin mediar palabra desenfundaba su revólver y gatillaba. Perutti lejos de alarmarse, sonría ante ese final ignorado y dichoso y ahora sí dormía profundamente.
Perutti había ganado la confianza de Vitorino y lo aconsejaba legalmente. A fuerza de recomendaciones, muertes e imposibilidades jurídicas el doctor era indispensable para la organización y su lealtad nunca fue juzgada. Pero Perutti se cansó de la lealtad, se cansó de complacer a Vitorino y una noche que se quedaban con la recaudación de aquel burdel, decidió disparar antes de lo acordado, matar al custodio y al contador. Aquella noche nefasta, también resolvió no volver al auto donde lo esperaba Ferrari y marcharse, dejando todo atrás.
Llegó al pueblo al que sería su nuevo hogar de madrugada. Averiguó en la Estación sobre una pensión donde se pueda comer y que sea económica. Le recomendaron que vaya a lo de Matilde. Allí se dirigió y cuando la mujer le preguntó su nombre, como un arrebato contestó: “Don Eusebio”. Pagó por adelantado un año y se fue a dormir.
Despertó antes del mediodía, se miró al espejo y vio su figura desmejorada: el antiguo traje negro hecho harapos, su camisa blanca tenía la pretérita suciedad del burdel, del tren y de los aires de la capital. A su cabellera negra se le notaban algunas canas y su barba llevaba la rugosidad del trajín huidizo. Hizo un gesto de desaprobación, agarró un manojo de billetes y se marchó hacia una tienda.
Perutti se compró una navaja, dos camisas, una bombacha, una faja donde se dibujaba una guarda pampa y volvió a la pensión. Se rasuró las mejillas y el cuello y dejó un diminuto bigote que lo acompañaría hasta el final, aunque más tupido y amarronado por el tabaco. Aquel aspecto, tan lejos de su esencia, fue el elegido para pasar desapercibido. Quiso que su vestimenta y su bigote se confundieran con el horizonte y las calles de ese pueblo. Quiso ser uno más y vivir sus últimos años tranquilos.
Algunos cronistas nos confiesan detalles de su vida, siempre predecible y metódica. Nos cuentan que por las mañanas se despertaba con el alba y se acicalaba. Luego mateaba solo en el patio de la pensión con una gran pava rojiza y un mate de lata. Matilde siempre le llevaba el diario Crítica y, mientras armaba cigarrillos con tabaco negro, leía hasta aburrirse. Luego iba a caminar por el pueblo, saludaba de forma escueta a algunas personas y se dirigía a la plaza. Veía las estatuas de bronce, sin comprender la grandeza y heroísmo de esos hombres. Cuando volvía a la pensión Matilde tenía preparado casi siempre un puchero o una sopa. Don Eusebio amalgamaba la comida con un poco de alcohol y luego dormía la siesta.
Al despertarse iba al bar del pueblo a jugar a los naipes y beber un alcohol más cimarrón. En esas interminables jornadas de naipes Don Eusebio conoció la profundidad de la soledad. Aquel bar estaba lleno de ausencias, tardanzas y reproches y aquellos hombres no eran más que distancias, taciturnas y solitarias. A veces las partidas se ponían bravas y Don Eusebio perdía algo de dinero, enfurecido tanteaba su revólver, pero enseguida lo asaltaba el arrepentimiento y dejaba que todo marchase sin violencia.
Cuando anochecía se iba al burdel y consumía las mejores horas de la hermosa y ébano mujer, la que había sido nieta de esclavos, que con repulsión aceptaba sus dádivas. Algunos cronistas añaden que en aquel burdel, Don Eusebio, también le prestaba su atención amorosa a una mujer rubia y blanca, de ojos infinitamente azules, que algunos apodaban “La Gringa”.
Por último volvía exhausto a la pensión y dormía cinco horas para volver a repetir su día, invariablemente, durante años.
La noche del tren y del burdel, la ambición y la traición a Don Vitorino y el deseo de pasar desapercibido no fueron más para Perutti que una sentencia. Una firme condena a muerte que lo estaba esperando y que él en lo más profundo de sí, deseaba. ¿Qué clase de vida puede ser el anonimato pueblerino para un soberbio doctor porteño? ¿Hasta qué punto puede ser estimulante una vida austera para un hombre acostumbrado a pagar las cuentas de los lujosos burdeles capitalinos y de fastuosos bares?
Los cronistas nos añaden la certeza del final. Aunque muchos afirman que pasó en un día, quizás el lapso temporal haya sido mayor. La cosa es que una mañana en la que volvía de caminar, Matilde con la preocupación y la angustia en su semblante, le aseguró que había dos hombres de traje que lo estaban buscando y que eran porteños. Un Perutti categórico le dijo a Matilde que si volvían los haga pasar a su cuarto y se durmió.
Un golpe seco rompió la puerta y Perutti abrió los ojos. La vigilia y el sueño se confundieron en el rostro impiadoso de Ferrari, un poco más viejo y menos sabio, y con el mismo onírico revólver gatilló y Perutti, finalmente, sonrió dócilmente.
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