Una crítica sobre “Descubrí que estaba muerto”, de J. P. Cuenca
Una mirada sagaz y certera sobre la reciente obra de uno de los escritores del momento a nivel mundial.
por Alan Pauls
El último sábado de abril de 2011, el brasileño João Paulo Cuenca (Río de Janeiro, 1978) recibe la ofrenda más preciosa que puede recibir un escritor: la noticia de su propia muerte. Signo de los tiempos, el ceremonial que debería merecer el hecho se reduce a pura brusquedad y descortesía: lo despiertan dándole la noticia por teléfono (es cierto que son las once de la mañana, lo que habla a las claras del estilo de vida del difunto): el deceso, al parecer, tuvo lugar tres años atrás, el 14 de julio de 2008, en un departamento del centro de Río, mientras Cuenca presentaba la versión italiana de uno de sus libros en una librería de Roma.
Alguna vez celebrada por Mark Twain (“La noticia de mi muerte fue una exageración” fue la respuesta que envió al diario que acababa de publicar su necrológica), la nueva es especialmente buena cuando el que la recibe es un escritor joven (un sub 39, digamos, para retomar un nicho de mercado en boga) y sensible a los encantos de la autoficción. Rápido de reflejos, Cuenca pone manos a la obra (capitalizará la historia -la expresión es del mismo Cuenca- en un libro y una película, A morte de J. P. Cuenca) y sale a investigar el caso.
El afán le sirve para matar varios pájaros de un tiro: asomar la cabeza fuera del limbo de spleen en el que vegeta y, sobre todo, anclarse de una buena vez en Río, su ciudad natal, de la que lo alejan una y otra vez, como un vicio irresistible, las obligaciones de una vida literaria que no para de acumular aeropuertos internacionales, ferias, festivales de literatura, giras promocionales, residencias artísticas, millas.
De modo que Descubrí que estaba muerto es un policial -uno en el que víctima y detective son la misma persona-, pero un policial inmune al spoiling: el hecho de que esté narrado en primera persona, con la altivez elegante de un escritor que se las sabe todas, basta para anticipar sin margen de error el desenlace de la pesquisa.
Privilegios -desdichas- de la primera persona: puesto que habla, que sigue hablando, Cuenca, en efecto, no ha muerto. En ese sentido, el enunciado imposible que está en el origen de la novela (“Estoy muerto”) es tan prometedor como mezquino; sorprende pero se apaga pronto, en el par de páginas que le lleva al difunto reaccionar ante la noticia. (“Estoy muerto”, paradoja de Valdemar, es la parienta pobre de “Miento”, mucho menos espectacular pero infinitamente más perturbadora.)
Pero Cuenca es un escritor inteligente; el chispazo de perplejidad implícito en el título de su novela le inspira un interés divertido aunque lateral, parecido al que suele inspirar el ingenio publicitario que desde hace unas décadas impregna cierto arte contemporáneo inteligente. (El de Sophie Calle, por ejemplo, con el que esta novela tiene algún aire de familia.) Cuenca no cree del todo en él, pero tampoco está dispuesto a sacrificarlo. Y si le da ese lugar estelar -el título- es menos para encumbrar su gracia que para agotarla, vaciarla rápidamente y pasar a otra cosa.
Si habla, Cuenca, en efecto, no puede haber muerto. Pero ¿morirá? ¿Y si termina muriendo como le dicen en la comisaría 5 que murió? Creyendo reconstruir un camino ya hecho, Cuenca, Tomás Anselmo (el amigo periodista) y Virgilio (el detective que contratan) no hacen sino programar el camino por venir. Es el futuro, no el pasado, el verdadero centro de gravedad de la novela; antes que constatar un hecho consumado, la noticia de la muerte diagrama un destino inminente, del que adelanta el lugar, la forma y las circunstancias penosas en las que ocurrirá. La condición de muerto no es un error que haya que explicar o rectificar: es, al contrario, un horizonte, un polo de atracción, un sueño que debe ser realizado.
Es la vuelta de tuerca polanskiana de Descubrí que estaba muerto. Como El inquilino (1976), comedia negra en la que un burócrata apocado alquila un departamento en París para reencarnar a la inquilina suicida que lo precedió, la novela de Cuenca narra una paradoja más insidiosa que la del muerto que habla; narra cómo alguien llega a ser el que es, por qué vías tortuosas, cómicas, al mismo tiempo accidentadas y fatales, un sujeto transforma el pasado (ajeno) en un devenir (propio).
Cuenca no está muerto, sin duda, pero ¿y si en el fondo tuviera ganas de estarlo? ¿Y si la condición de muerto -esa identidad escandalosa que le impone desde afuera la voluntad del azar- fuera menos un fantasma del que tuviera que defenderse que la realización de un anhelo que ya está en él, insistente y lento como una obsesión: el deseo de desaparecer?
Es en ese sentido, también, que la noticia de su defunción es para Cuenca la mejor de las primicias. Morir, en efecto: ¿qué mejor solución para el malestar típico del escritor latinoamericano sub 39 en la escena literaria contemporánea, desgarrado entre el glamour enfermizo de la vida local (esterilidad creativa, una mujer anodina, una ciudad en llamas, devastada por la miseria, el terror policial y los negocios de vísperas de las Olimpíadas, fiestas a la Jay Gatsby organizadas por nuevas generaciones de yuppies, con skank recién llegado de Amsterdam y variantes idiosincráticas de sushi) y la festividad maníaca del escritor on the road (con su agenda infatigable y políglota de coloquios, mesas redondas, académicas groupies, sesiones de autógrafos, cocktails, suites de hoteles cinco estrellas? “Ser un escritor me ocupaba tanto tiempo que yo ya no podía escribir nada más”, confiesa el Cuenca que se multiplica (autor, narrador, héroe, muerto) en la novela.
Lo confiesa con culpa, como quien confiesa un mal. Pero si es un mal, hay que decir que no hay otro mejor, a tal punto parece hecho a la medida de la autoficción, género por excelencia de la visibilidad literaria, siempre tan ensimismado en las mitologías personales del escritor (y tan sordo a sus prácticas).
En uno de los blurbs de solapa, Enrique Vila-Matas llama la atención sobre la “simulación y desaparición”, dos temas que Cuenca, dice, trata “con guantes de seda”. No es sólo la tentación del autoborramiento lo que emparenta el proyecto de Descubrí… con el mundo Vila-Matas; es también la prodigiosa inflación autoral que desencadena.
Pero mientras Vila-Matas insiste una y otra vez en la especificidad literaria del problema, convirtiéndolo en algo así como el fundamento de una cierta metafísica de la inocencia, Cuenca le restituye toda su dimensión social, sus tensiones y asperezas sociológicas, rastreando las señales de un “ethos inmaduro y cínico” allí donde Vila-Matas, no sin melancolía, ensalza los comportamientos del modernismo como forma de vida en extinción. (Vila-Matas se ve y describe a sí mismo como un heredero espectral de Robert Walser; el personaje Cuenca, como una promesa consagrada en el Hay Festival Bogotá 39 y uno de los elegidos del panteón joven latinoamericano made in Granta, dos rasgos salientes mencionados por la biografía que aparece en la otra solapa del libro.)
El nomadismo, el bovarismo literario, la fobia al nombre propio, el deseo de ser otro, de desaparecer: los tópicos clásicos de Vila-Matas están en Cuenca, sin duda, pero sometidos a una rara metamorfosis, a la vez afilados y oxidados, como transcriptos por la lengua cruel y despectiva de Michel Houellebecq, gran “traductor” de las metafísicas estéticas a la jerga, las reglas de juego, los materiales y estilos del capitalismo tardío.
Descubrí que estaba muerto despliega el vía crucis de un escritor que -además de no escribir, requisito número uno para ser verdaderamente contemporáneo, puesto que es la via regia para la fetichización del “ser escritor”- nunca goza tanto como cuando se degrada. Ya no hay lugar para los dulces eclipses identitarios vilamatianos. Cuenca pasa del artista pequeñoburgués bloqueado, neurótico, enfermo de odio hacia sus coetáneos prósperos y su propia incompetencia social, a la reclusión infrahumana de un “Howard Hughes de Lapa”, que arrastra sus “uñas negras por el cuero cabelludo” y hace “dibujos en el piso” con las “nevadas de caspa”.
En el camino, por suerte, hay algo que no es personal: una ciudad: Río de Janeiro, que Cuenca (que es carioca) conoce muy bien y describe aun mejor, como si más que el decorado vertiginoso de la ficción fuera su materia verdadera, secreta, yacimiento de experiencias e historias inauditas. El confundido certificado de defunción que abre la novela condena a un rápido fracaso el enigma que detona, pero al mismo tiempo comunica la ficción con un drama urbano extraordinario, que a menudo amenaza con desquiciarla.
Es el drama de la Río de Janeiro preolímpica de 2011, época de una rapacidad monstruosa, sin frenos, en que la especulación inmobiliaria borra zonas enteras de la ciudad -al costo de expulsiones y migraciones masivas- para erigir los monumentos de una opulencia que no tardará en derrumbarse. No es sólo el lado B de la cidade maravilhosa, oscuro y demencial, a la vez arcaico y futurista, lo que desentraña Cuenca cuando se olvida de sí; es sobre todo el espesor de sentido, la prodigiosa densidad de capas históricas, la complejidad de las relaciones de fuerza que arman y desarman Río, la Río decrépita del centro, oveja negra irredimible de los paquetes turísticos.
Quién es J. P. Cuenca
J.P. Cuenca nació en Río de Janeiro, en 1978. Es autor de cuatro novelas y un volumen de crónicas. Sus libros fueron traducidos a ocho idiomas. En español publicó El único final feliz para una historia de amor es un accidente (2012) y Cuerpo presente (2016). Ha sido reconocido como uno de los mejores escritores jóvenes latinoamericanos por el Hay Festival Bogotá 39 y fue seleccionado como uno de los mejores escritores brasileños de su generación por la revista británica Granta. Es columnista de The Intercept Brasil y director de A morte de J.P. Cuenca (2016), filme relacionado a la novela Descubrí que estaba muerto, exhibido en el Bafici en 2016.
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