Decrecer. Hacerse infinitamente pequeño. Recordar. Dibujar los límites del olvido jugando con la historia de la infancia como si fuera un rompecabezas imperfecto. Desarmándose siempre en la misma esquina hecha de pilas de leña que desaparecen del barro, del frío punzante de la espera, de los tres árboles testigos silenciosos de las anécdotas que narra el tiempo y que aún hoy siguen aguardando descansar, postrados frente a los ventanales de la casa, frente al escritorio en donde estoy sentado. Son esos mismos árboles los que me atrapan en el mismo recuerdo de hace diecisiete años atrás.
Las montañas de madera para la estufa del pasillo de la nueva casa esperaban siempre delante de nuestra puerta. Durante las primeras horas de la tarde, después de la escuela, subíamos en baldes incómodos de pintura los árboles que venían a terminar de consumirse en el fuego de la calefacción improvisada. Cuando finalizaba el subir de las escaleras, después de la ducha, de la comida, el día comenzaba a repetirse otra vez.
Pero ese lunes no vi llegar el camión con la madera. El día amaneció solo, con la casa vacía. Estábamos yendo a un lugar desconocido. Aparecimos frente a la entrada enigmática de una vieja casa. Dos largas puertas de vidrio opaco se alzaban delante de un gran salón polvoriento, de suelos de color oscuro. Allí, solo el tiempo estaba, todo era eco y silencio. Con el correr de los minutos la familia comienza a molestarse. Esperaban recuperar algo extraviado.
Los pasos de una mujer de blanco se adelantan y la familia se calma. Atravesamos con prisa el extenso salón, mi tío y mi padre discutían. Siempre discutían. Las paredes fueron interrumpidas por una pequeña reja oxidada que escondía detrás de ella una escalera con forma de caracol. La náusea se profundizaba mientras subíamos.
En el fin de la escalera nos esperaban habitaciones sin puertas. Nunca pude saber cuántas eran con exactitud en la memoria, pero sí las veo de marcos despintados, de muros descascarados y tristes.
El silencio interminable fue interrumpido por una respiración agitada y dolorosa, los colores claros de la ropa se dejaban entrever en el fondo de uno de los incontables cuartos. Sentada sobre el final de una cama, una silueta blanca y gris nos observaba, contemplativa, quieta. Al acercarse la imagen se fue aclarando. Los hermanos ya no discutían. Mi abuela sentada sobre el borde de la cama no esperaba a nadie. Las personas solo habían sido instantes en su vida. La enfermera se retira luego de dejar algunas indicaciones, dentro de la cual la más importante era la paciencia.
¿Quién era la que estaba sentada allí? El olvido caía sobre su rostro, ojos vacíos o llenos de algo que nunca había presenciado antes, nos miraban buscando vislumbrar quiénes éramos, por qué sus manos lastimadas, por qué la ropa blanca, por qué la penumbra entrando por la puerta.
Desconocidos todos. Imperfectos todos en su memoria. Somos sombras sin historias, imágenes de expresiones ausentes. Ya no sabemos quiénes somos.
Nadie pudo soportar y nos fuimos alejando. Y la figura de blanco comenzó a entramarse con la ausencia de la luz. Y en ese abandono, entendimos que éramos nosotros los extraviados.
Al salir de la vieja casa, el silencio nos acompañó durante todo el regreso. Y al volver, allí estaban: La leña, los árboles, el frío, las escaleras. La espera, el escritorio y el tiempo.
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