El lector que escribe un diario lee “País de nieve” de Yasunari Kawabata, un libro breve, una historia simple y una escritura que actúa con la elegancia y la profundidad de un narrar que dice poco y genera mucho.
Un argumento mínimo: Shimamura es un diletante que viaja solo desde Tokio, donde tiene mujer e hijos, a las termas de montaña en las que conoce a una geisha, Komako y a otra muchacha, Yoko. Una costumbre de hombres ricos y refinados la de acceder a estos lugares lejanos, donde, a diferencia de las ciudades, la distinción entre geishas y prostitutas es sólo una línea muy fina. Para mejor, es el sitio donde más nieva en el mundo, por lo que acceder en pleno invierno es prácticamente imposible.
La narración opera por escenas, como un filme o un cuadro de Brueghel. La primera, da el tono a todo lo demás: una joven acompaña en el tren a un hombre enfermo pero lo esencial es que el protagonista, desde el asiento contiguo, los ve a través del reflejo en el vidrio de la ventanilla. Como el esclavo encadenado a la caverna de Platón, la visión de segunda mano jugará de ida y vuelta en toda la historia. Lo que Shimamura ve, siempre, tiene “un aire de irrealidad”: es un experto en danza occidental pero nunca ha visto un ballet. Todo lo que conoce, lo conoce a través de los libros que lee pero también de los que escribe. Shimamura es un experto de esto de la dilación y el diferimiento, así como en el arte de lo inútil, algo que, subraya el lector en su diario, “lo llevaba a la frontera de lo literario”. A la vez que una historia de amor triangular, “País de nieve” es un libro sobre el arte.
Komako también escribe, escribe un diario. Cuando Shimamura le pregunta “para qué te sirve” la respuesta es “para nada en especial”: en la inutilidad está la más acabada justificación. Lo mismo dice del montañismo, “un ejemplo flagrante del esfuerzo inútil” que ejerce sobre Shimamuri “el encanto de lo irreal”.
De la misma manera considera la exquisitez del trabajo de fabricación artesanal de la seda Chijimi que se realiza en una aldea cercana a las termas, un trabajo calificado como antieconómico, pero que en eso mismo adquiere su valor. O el hecho de que Komako se haya hecho geisha para seguir pagando los costos de la enfermedad de un hombre que la abandonó. Todo lo que es inútil es lo que para este hombre, que mira al mundo desde un afuera en el que se siente cómodo, es lo que realmente vale.
Por el contrario, Komako está en unidad con el entorno: toca el samisén, típico instrumento musical japonés, con maestría y Shimamura lo atribuye a que “quizás por practicar sola, sin conciencia del efecto que producía con la amplitud natural de ese valle de montaña como única compañía, Komako había alcanzado esa unidad tan poderosa con el entorno que la circundaba”.
Todas las escenas van armando este universo que Shimamura prefiere ver en reflejo, tamizado, en segunda instancia. Un esteta de la ilusión, de la irrealidad que en un momento siente que, en cambio, Komako “se entrega de manera completa, mientras él parecía incapaz de entregar nada de sí”.
Hasta que el país de nieve se incendia. Literalmente.
Kawabata propone una de las más impresionantes escenas de incendio jamás filmada, escribe el lector en su diario, contagiado del síndrome de Shimamura. Un incendio que tiene su correlato interior, cuando el protagonista dice que “todos esos meses ardieron en aquel instante. Eso era, supo por fin, la angustia”.
Mientras tanto, hay otro mundo, el de la naturaleza que pertenece “a un mundo distante y remoto”, por lo que la historia se cierra diciendo “sintió el estruendo de la Vía Láctea retumbar en su interior”.
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