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Cultura 27 de febrero de 2017

Café con una cuchara de amistad

por Lucía Miranda

Si uno pasa caminando frente a sus puertas tal vez piense que es un lugar común y corriente y siga de largo, pero si llega a cruzarlas se dará cuenta de que en realidad es un mundo en sí mismo.
Un día soleado de verano me vi a mí misma caminando hacia el famoso Café London. Pasando por al lado de una pareja que charlaba y se reía como si nada alrededor de ellos existiera, finalmente entré.
Al abrir las puertas, uno se siente instantáneamente rodeado por el familiar y confortante ambiente del lugar. El olor a café y tostadas invadió mi nariz mientras que mis oídos se llenaron de las risas y charlas de todos aquellos habitando las mesas a mi lado, totalmente ajenos a lo que pasaba a su alrededor.
Si uno decide dirigirse al fondo del lugar, tal como hice yo, deberá esquivar múltiples meseras vestidas en su particular atuendo blanco y negro, con bandejas en las manos balanceando objetos como si fuera un circo, pero finalmente se encontrará frente aquella gran mesa que hace de este lugar algo único. Faltaba poco para las once así que aun seguía vacía, pero igualmente me senté en la pequeña mesa que se encontraba a su lado.
Observé las otras mesas mientras esperaba y vi a una mujer cuya cabeza se movía de un lado para otro mientras leía una novela y a una familia que intentaban escucharse unos a otros mientras unos niños corrían alrededor de la mesa, ocasionalmente chocándose con la silla del joven que estaba absorto en doblar una servilleta en mil partes.
Finalmente, la mesera se me acercó, y mientras estaba pronunciando las célebres palabras ¿azúcar o edulcorante? un hombre pasó a mi lado y se ubicó en la mesa grande de la esquina. Agarró un diario y comenzó a hojearlo, pero no estuvo mucho tiempo ya que a los pocos minutos fueron apareciendo otros hombres, a quien saludó amistosamente e invitó a sentarse a su lado.
Los cinco que ahora ocupaban la mesa apenas notaron mi presencia y se veían absortos en su propio mundo. Noté que la joven que me había atendido no se les acercó, pero que a los pocos minutos vino con una bandeja llena que depositó frente ellos. Le agradecieron y la saludaron felizmente, como si la conocieran de hace tiempo, y luego se pusieron a conversar como si no se hubieran visto hace años, cuando en realidad era todo lo contrario.
Uno tal vez los mire y lo tome como algo completamente común, pero es porque ignora que hace más de veinte años esos hombres prometieron repetir esta rutina sin falta, y hasta el día de hoy lo han cumplido. No importa cómo esté el día, o si alguno de ellos no puede ir. Si usted va a aquella mesa un día de semana entre las once y el mediodía, puedo prometerle que se encontrará con ellos. Tal era la situación que si uno decide acercarse podrá notar pequeñas placas en la mesa inscriptas con los nombres de cada uno de los que la ocupan.
Me parecía algo fascinante y los observé con admiración, pero el mediodía estaba cerca y vi que uno de los hombres se paraba. Anunció que se iba, y como si eso fuera una señal, el resto de ellos se levantó, buscaron en sus bolsillos algunos billetes que dejaron sobre la mesa, y se dirigieron juntos hacia la salida, despidiéndose en el camino y anunciando que se verían al día siguiente. Decidí que también era momento de irme, y luego de pagar y agarrar mis cosas, dirigí un último vistazo a aquella mesa. Ahora vacía ya no emanaba la misma calidez de antes, pero yo sabía que tal como las paredes llenas de libros de la rodeaban, estaba llena de fabulosas historias.
Crucé las puertas sabiendo que algún día volvería, porque ese lugar siempre estaría esperándolo a uno, para permitirle formar parte, aunque sea por un corto tiempo, de ese mundo tan único y peculiar que se formaba en su interior.