¿Es posible tolerar a los intolerantes?
El atentado terrorista a la revista francesa Charlie Hebdo, que sucedió el 7 de enero último en París, despertó la reflexión y el debate en los docentes marplatenses Nicolás Martínez Sáez y Román March. Estos dos artículos exclusivos son el fruto de ese pensar sobre el mundo contemporáneo y sobre el aporte de la filosofía –la disciplina que enseñan- a estos grandes dilemas de la actualidad.
Por Nicolás Martínez Sáez (*)
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Durante la Segunda Guerra Mundial el filósofo Karl Popper formuló, en su obra La sociedad abierta y sus enemigos (1945), la llamada paradoja de la tolerancia: la tolerancia ilimitada conduce a la desaparición de la tolerancia. Entonces, si somos tolerantes de manera ilimitada habríamos de serlo, sin mayores problemas, frente a los violadores, asesinos y frente a los seres más crueles y miserables del mundo. Por otra parte, si no somos tolerantes con los intolerantes, ¿acaso no nos convertiríamos en intolerantes? Para Popper, si no estamos preparados para defender una sociedad contra las tropelías de los intolerantes, el resultado no será otro que la destrucción de la tolerancia misma.
El concepto conlleva una semántica algo negativa: proviene del latín tolerare que significa ‘soportar’ o ‘aguantar’. Y quizás esto es lo que hacemos, aun sin ser muy conscientes, cuando nos decimos tolerantes respecto del pensamiento o modo de vida de otro. En Occidente, la tolerancia ha sido una conquista moderna, las grandes obras en defensa de la tolerancia se escribieron entre los siglos XVII y XVIII como consecuencia de miles de años de luchas religiosas. La práctica de la tolerancia no es una cuestión natural o instintiva, sino algo que se aprende poco a poco a lo largo de la historia. Así entonces, ¿puede ser ella ilimitada? O ¿existe alguna intolerancia que pueda justificarse? Las respuestas a estas preguntas nos llevan a la cuestión de los límites: ¿cuál es el límite en que la tolerancia destruye la propia tolerancia? ¿Quién decide ese límite entre lo tolerable y lo intolerable?
Cuando desde Occidente vemos que el Estado Islámico cuelga en alambrados cabezas de cristianos, mutila y apedrea a mujeres, tira al vacío a los homosexuales o atenta contra aquellos que ridiculizan su fe, no podemos más que considerar a esos actos como intolerantes y criminales. A pesar de ello, deberíamos ser conscientes de que, tal como lo ha señalado el filósofo francés Paul Ricoeur, cualquier intelectual que pretenda defender la práctica de tolerancia lo hace determinado por la reciente historia moderna. Es decir, que para las democracias occidentales, la práctica de la tolerancia es un hecho central de su historia, una conquista que tiene apenas 200 o 300 años y que posibilitó el pluralismo de creencias y de concepciones de lo que es una vida feliz. Dicho de un modo más sencillo: en general estamos de acuerdo, en Occidente, que cada uno puede vivir a su manera, pensar como quiera y decir lo que se le antoje siempre y cuando no dañe al otro. Otra vez, asoma la cuestión de los límites, ¿puede una caricatura dañar a otro? ¿quién decide lo que es dañino y lo que no? ¿puede una cultura, en defensa de valores universales, intervenir en otra? O ¿deberíamos ser relativistas y dejar que cada cultura y cada civilización viva de acuerdo a sus propios valores, leyes y costumbres, aun cuando estos nos parezcan intolerantes, sanguinarios y crueles?
La salida parece difícil: mientras la defensa de valores universales puede llevarnos a imponer por la fuerza nuestras propias creencias y valores al otro, una postura relativista puede hacer de nosotros personas indiferentes a la crueldad y lo inhumano. Fuerza o indiferencia frente a lo intolerable, ¿son esas las alternativas?, ¿podríamos ser indiferentes y mirar como simples espectadores a una mujer que está siendo apedreada? O ¿deberíamos intervenir, incluso con la fuerza, en defensa de esa mujer?
La cuestión no puede simplificarse y resulta aún más compleja en el mundo contemporáneo. Si tenemos en cuenta que jóvenes de segunda o tercera generación musulmana en Europa no se sienten a gusto en sus países y ven en el Estado Islámico una posibilidad de tener una identidad y de ser alguien, entonces quizás falten, en realidad, proyectos de vida. Y aquí sí pueden los intelectuales proponer proyectos de vida común que sean superadores de la indiferencia relativista, el universalismo a ultranza y el fundamentalismo musulmán.
En la obra citada, Popper no estaba de acuerdo con impedir las expresiones de concepciones filosóficas intolerantes, siempre y cuando se puedan contrarrestar mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública. Sin embargo sostenía que debemos reclamar el derecho de prohibirlas, si es necesario por la fuerza, cuando los intolerantes respondan con armas o golpes de puño a los argumentos. La utilización de la fuerza, en defensa de la tolerancia, debe ser usada solamente como última alternativa y no como primera, algo que Occidente aún debe aprender si quiere que en el mundo sea preferible, no ya aceptarnos y comprendernos, sino antes soportarnos que matarnos.
La filosofía como puente entre dos miradas de un mismo mundo
Por Román March (*)
El dios romano Jano era una figura que poseía dos caras que miraban hacia ambos lados de su perfil. Era el dios de las puertas, de los comienzos, de los finales, se lo invocaba cuando comenzaban y mientras duraban las guerras. Como dios, se le atribuyen, entre muchas cosas, la invención del dinero, las leyes y la agricultura. Eso desde lo mitológico. Desde la literatura, en cambio, Albert Camus, lo simboliza como un personaje que representa, al mismo tiempo, el pasado y el futuro. ¿Qué queremos decir con esto? Que los hechos no siempre son como parecen, que es interesante abrir la mirada y nuestras reflexiones, que una situación puede tener múltiples causas (que a veces desconocemos) y que todo tiene un proceso por el que se llega a diversas situaciones.
Tratemos de imaginar dos situaciones. Por un lado, en Occidente, 2014. Policías “blancos” matan a un ciudadano “negro” en Estados Unidos. Por el otro, Oriente, en 2015. Un grupo de “fanáticos” religiosos matan a personas homosexuales arrojándolos desde edificios al vacío.
Ahora, a partir de esos hechos intentaremos reflexionar sobre las siguientes preguntas: ¿hay puntos de contacto? ¿son hechos del mismo tenor? ¿significan lo mismo para nosotros si lo pensamos desde este lugar del planeta?
Para ello, es necesario que pensemos a qué nos referimos cuando decimos “Occidente” y, también, cuando escuchamos “Oriente”. Una de las primeras aclaraciones que podríamos hacer es la siguiente: ambas sociedades son un conglomerado de culturas con sus valores propios (económicos, políticos, culturales, y sociales), que son producto, y al mismo tiempo, productores de esos mismos valores y de los futuros. En este momento, podríamos enumerar los valores que se identifican con Occidente: el capital, la competencia, el machismo, las guerras mundiales, los adelantos científico-técnicos que se presumen neutrales, entre otros.
Hasta aquí, hemos expresado “modos de ver y practicar la vida” que tenemos que afrontar casi permanentemente pero que a todas luces, son evidentemente negativos. Tratemos de buscar ahora, aquellos signos por los cuales nos podemos distinguir: la solidaridad ante la catástrofe, las reivindicaciones que han logrado las minorías ( en todas las versiones ), las grandes mujeres y los grande hombres (Rodolfo Walsh, Juana Manso, Alfonsina Storni, Nelson Mandela, entre otros tantos), la recuperación de las democracias luego de las oscuridades militares, y las pequeñas acciones de muchísimas personas anónimas que todos los días aportan su “granito de arena” para que la vida sea más vivible.
No obstante, cuando queremos hacer el mismo ejercicio con Oriente, nos sale en el mejor de los casos y con buena voluntad, algo parecido. Pero eso no es “culpa” de Oriente sino de nuestra ignorancia respecto de ese conjunto de culturas milenarias que desconocemos por completo. Permanentemente escuchamos cosas tales como que árabe, musulmán o islamista es lo mismo. Y por supuesto, que esto no es así. Esto también evidencia, además de un desconocimiento cultural, un desconocimiento geográfico. A lo que se le suma, la información “seleccionada y direccionada” que nos llega de los medios de comunicación occidentales (que en muchos casos mantienen intereses económicos sobre algunos países: recordar la incursión de Estados Unidos en Irak en 2003).
Todos estos elementos juntos, nos hacen ver a los que no son occidentales como personas con prácticas “involucionadas”, “salvajes”, “tribales” y “horrendas”. Es decir, que como occidentales observamos a las demás culturas como lo extraño, lo exótico, lo diferente, lo antinatural, y en muchos casos, lamentablemente, lo vemos como “algo a eliminar”. Esto lo observó el filósofo francés Voltaire cuando expresó que “para aprender quién gobierna sobre ti, simplemente encuentra a quién tú no estás autorizado para criticar” o que “quienes te hacen creer cosas absurdas, te hacen cometer atrocidades”.
Sin olvidarnos de lo anterior, nos surge otro interrogante ¿los valores negativos y positivos que mencionamos al principio, son étnicos o son humanos? Si contestamos que son étnicos, caemos en nuestra visión actual de Oriente “como un mundo insoportable, para los occidentales que son buenos”. Si pensamos, en cambio, desde una ética humanitaria, podemos condenar enérgicamente todas aquellas acciones como las que mencioné al comienzo. Como también así podremos advertir, que más allá de las particularidades de cada cultura, en ellas prima, mayoritariamente, el respeto por la vida. Y ese debe ser el límite inquebrantable.
Por eso, tanto las mujeres asesinadas por lapidación (pensemos en Nigeria, por ejemplo) pasando por los emprendimientos de la megaminería que matan la vida humana y animal (sobrados ejemplos en nuestro país), las intervenciones militares en países de Oriente para saquear sus recursos naturales (Europa “contra” Irak, Siria, etc) o la decapitación de periodistas occidentales en nombre de una religión; no deben ponerse como excusa de nada sino que son producto del fanatismo (carencia de argumentos), de la desaprensión por la vida, de intereses económicos y políticos, y de las mezquindades y fragilidades humanas (pensemos en los filósofos Kant y Ricoeur).
Por último, también es necesario remarcar, que las religiones no justifican matanzas y que la política (bien entendida) tampoco las alienta. Esto, más allá de si nos interesa la política o si tenemos creencias religiosas de cualquier índole. Una de las claves está en cada persona: no es necesario fabricarnos un infierno que nos destruya la dignidad como seres humanos.
(*) Docente de Filosofía en nivel secundario e integrante del Grupo Phronesis (UNMDP).