El pensador holandés Johan Huizinga (1872-1945) sostenía que el juego era más viejo que la cultura, y que los animales no tuvieron que esperar la aparición del hombre para que este les enseñara a jugar. Para este autor el juego es fundamento de la cultura ya que es capaz de crear orden. Nosotros llamamos “juego” a actividades humanas diversas: alguien juega un partido de fútbol, un grupo de personas juegan en un tablero de mesa, una niña juega a saltar una soga etc. Tales actividades pueden parecernos simplemente neutras, inocentes y pasatiempos con interacción social. También solemos hablar de “juego” cuando un deportista compite profesionalmente y, además, vive ello como un trabajo. En ningún caso, menos en este último, son opuestos el concepto de “juego” y el de “seriedad” ya que todo juego puede ser jugado con la máxima seriedad. En uno de sus famosos aforismos, Nietzsche nos decía que “la madurez del adulto es lograr reencontrar la seriedad con la que se jugaba de niño.”
Es evidente que no a todos les gusta jugar. Sin embargo, nada puede parecer más extraño y asombroso como leer, en las noticias que asoman este inicio de año, a Ahmet Mahmut Ünlü, un telepredicador autoproclamado integrista suní, condenando al juego de ajedrez por fomentar la mentira y sosteniendo que “en lugar de practicar este juego y otros juegos del demonio, mejor sería rezar” (ABC, 07/01/2017). Esta condena no es un sermón aislado sino que viene a sumarse a la fatua del año pasado, cuando el mutfí (autoridad religiosa) de Arabia Saudita, Abdul-Aziz ibn Abdullah, declaró que el Islam prohibía el ajedrez por fomentar el juego, incentivar las apuestas de dinero, ocasionar pérdida de tiempo y generar odio entre quienes juegan (ABC, 21/01/2016). En el siglo XX, tras liderar la Revolución de 1979 y tomar el poder político de Irán, el imán Jomeini prohibió al ajedrez hasta el año 1988 a pesar de que muchos fundamentalistas siguieron pensando que este juego era obra de Satán.
El intento de prohibir por peligroso un juego, en este caso el ajedrez, no es ninguna novedad. Durante la Edad Media, teólogos cristianos de la ortodoxia como Pedro Damián (1007-1072) y Bernardo de Claraval (1090-1153) condenaron y consideraron al ajedrez como un juego diabólico que alteraba la paz social. En aquellos tiempos, las apuestas en este juego eran habituales y un motivo de enojo para las autoridades religiosas. El ajedrez desciende de un antiguo juego de la India y pasa a Persia, entre los siglos III y VI de nuestra era, donde se ven modificadas sus reglas. Cuando los musulmanes conquistan Persia en el siglo VII difunden el juego por todo el Califato. Entre los siglos X y XII, con el desarrollo comercial europeo y el intercambio con Oriente, los musulmanes introducen el ajedrez en el actual territorio español del al-Ándalus. Un mayor reconocimiento hacia las mujeres, visible en la poesía trovadoresca cortesana y coincidente con el culto a la Virgen María, tiene lugar en la Europa medieval del siglo XII presionando la introducción de la Dama en el tablero de ajedrez, una pieza que hasta entonces no existía. Lo hará de modo revolucionario: la Dama podrá moverse en toda dirección y con máxima libertad respecto al resto de las piezas. En su Libro de los juegos en siglo XIII, el rey Alfonso X de Castilla, con un reinado acechado por sucesivas guerras y rebeliones, escribe uno de los primeros tratados sobre el ajedrez interesándose, entre otras cosas, por analizar un problema técnico del juego que también tenía implicancias en su propio reinado: el exceso de jaques al Rey. Alfonso X consideraba a los juegos como una “manera de alegría” querida por Dios para aliviar los sufrimientos de la vida humana y, aunque mantenía cierta desconfianza hacia los juegos de dados, vinculaba el origen del ajedrez con el debate filosófico\teológico entre tres sabios. Así entonces, utilizó al juego como metáfora de un problema relevante para la sociedad de su tiempo: ¿es mejor guiarse por la inteligencia (libertad) o hacerlo por el ciego azar (abandono a la suerte)? El ajedrez, sostuvo el rey Alfonso, fue creado por un sabio que creía en lo primero.
A pesar de su origen oriental, las idas y venidas del ajedrez lo han vuelto un juego icónico y paradigmático de Occidente. Muchos recordarán que en 1972, plena Guerra Fría, un partido de ajedrez puso frente a frente, y en una batalla simbólica, a dos cerebros de ideologías en pugna: el triunfo del norteamericano Bobby Fischer sobre el soviético Boris Spassky anticipó el triunfo del capitalismo sobre el socialismo. Cuando Estados Unidos se convertiría en la única superpotencia bélica y tecnológica, una empresa como IBM desarrollaría un software llamado Deep Blue que vencería, en la década del noventa, al campeón mundial de ajedrez Gari Kaspárov. Con los cambios en el presente siglo en el orden político y económico mundial, hasta el estratega y diplomático Henry Kissinger, en su libro China (2011), se animaba a dar una explicación lúdica del mundo haciendo una analogía entre el pensamiento estratégico occidental y el ajedrez, por un lado, y entre el pensamiento estratégico chino y el wei qui (juego de mesa chino conocido también como GO) por el otro. En el ajedrez, afirma Kissinger, se busca el control y la victoria total, es una batalla por todo o nada, en cambio en el wei qui se busca una batalla prolongada que tiene como objetivo rodear lentamente las fichas del adversario limitando sus movimientos hasta lograr encerrarlo.
Como se ve, el ajedrez es mucho más que un juego inocente e inocuo. Lo dicho también le cabe a casi todos los demás juegos. Diríamos entonces que no hay juegos neutros sino que siempre son posibles de interpretarse de las más diversas formas. Tampoco podemos descubrir, en la gran mayoría de los casos, quién fue su inventor\creador y cuáles fueron sus intenciones originales ya que casi todo juego es más una composición colectiva realizada a través de los años o siglos que una obra individual. Cada tiempo histórico, cada cultura moldea sus juegos dejando traslucir en ellos valores, sean estos éticos, políticos o económicos, reflejando problemáticas sociales o culturales o apelando a mecánicas que respondan al espíritu de época (hoy se habla mucho de juegos inclusivos y no competitivos). No es casual que juegos de mesa modernos como el Monopoly (en la versión argentina conocida como Estanciero) sea uno de los juegos más vendidos del siglo XX, un siglo de abrumadora consolidación de monopolios comerciales. Cuando Fidel Castro tomó el poder de Cuba en 1959 prohibió todos los ejemplares de este juego intentando evitar así la influencia de la cultura capitalista. La cruzada contra los juegos, sin embargo, parece escalar también en el mundo digital. Recientemente el Pokémon Go, el videojuego de realidad aumentada y que pone en primer plano el debate sobre el borroso límite entre lo humano y lo tecnológico, no corre distinta suerte que la del ajedrez o la del Monopoly cubano. Acaba de ser prohibido en China, Arabia Saudita, India, Irán, Tailandia, Indonesia, Malasia y Egipto. Los motivos son diversos pero se lo considera desde una amenaza a la seguridad nacional hasta un juego antiislámico que promueve las apuestas, las imágenes prohibidas, la corrupción y las adicciones.
Las personalidades autoritarias no gustan de jugar. Viven en un mundo demasiado serio, jerárquico y controlado como para distraerse con “cosas de niños”. El autoritario se siente inseguro en el juego, porque el juego es una caja de Pandora, un terreno de espontaneidad, azar y libertad que amenaza su capacidad de mandar con fe o sinrazón en la vida del prójimo. La filósofa Graciela Scheines escribió que “jugar es interrumpir el orden que rige la vida cotidiana, romper ese mapa que nos sirve para manejarnos en la realidad de todos los días, y sumergirnos en la realidad colmada de objetos tal como aparecen […] cuando uno entra en un juego, su historia personal se interrumpe y uno circula por un tiempo que se come la cola, redondo, circular. Dentro del juego no rigen ni las jerarquías, ni los valores, ni las escalas éticas, ni los prejuicios que reinan afuera. En el juego son las reglas lúdicas las únicas soberanas.”
Los maestros antiguos griegos sabían muy bien la importancia del juego en la formación de ciudadanos libres. No la fuerza sino el juego podría instruir al niño y hacerlo conocer mejor para qué está dotado cada uno. Perseguir y condenar el juego es como perseguir y condenar la lectura o el cine. ¿Llegará el día en que algún intolerante nos detenga en la calle para saber si acaso no escondemos un alfil en el bolsillo?
(*) Prof. en Filosofía
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